Sunday, February 27, 2011
La amiga Sonia Andrade/ECLECTICA
Claudio Ferrufino-Coqueugniot
Me dicen: Sonia ha muerto, y no arguyo que la muerte no existe, que, igual a la vida, es mera ilusión.
Favio lo expresaría mejor con "la soledad es un amigo que no está", con la diferencia que luego de tan larga ausencia nos acostumbramos, ella y yo, a flotar en el silencio. La soledad ya estaba, no la inventa la muerte del amigo, pero queda tan pegada a la alegría que mejor no distinguir entre estoy feliz y estoy solo. Bastante que estemos, sin conformismo, fuertes o enfermos pero lúcidos.
Allí, siempre, habita Sonia Andrade, joven como cuando mil novecientos ochentaiseis contaba su tercera moneda el mes de marzo, cuando la conocí como flagrante intermediaria entre la desdicha de mis amores y la mía. Risueña, con un café presto, el de la izquierda para ti, el otro mío, con un dibujo de su querido Ronald Martínez sobre el refrigerador, y con multitud de detalles que cada artista, hecho tristeza, dejaba en su casa como manifestación agradecida por su amparo.
Sonia era así, refugio por donde pasaban noctámbulos, suicidas, huérfanos, enamorados. Con Julio, o Chino, soslayábamos el ancho de la avenida Oquendo y, entre sombras, andando la calle paralela, descubríamos el portal donde habría té reconfortante y sobre todo risa. Su amiga, íntima entonces, que colgaba de mi brazo, colgaría yo del suyo si rememoro bien el tiempo cobarde, la presentó: Sonita, dijo, y en su diminutivo se decantaba el rictus amargo que creo tiene la amistad entre mujeres. Sonita fue Sonia para mí, sin ambages ni falso cariño, quien estuvo cuando la necesité, con sólida mano que frotaba la espalda y su voz diluyendo simple los recovecos borgianos, y que -pobre ella si supiera- pensaba que había revolucionarios y que tiempo de revolución vendría con espada igualitaria a emparejar los entuertos de esta villa deleznable.
Mientras las tazas humean, las horas despintan la noche hasta quitarle el luto; Sonia, quien trabaja al día siguiente, se escurre a velar el hijo en un cuarto contiguo. Los poetas. egoístas e irresponsables, no reparan en sus afanes de madre; cada uno trae un estanque de llanto, angustias inventadas por febles fantasmas. El pintor, Martínez, ansioso de hallar colores en el más allá, la atosiga con dramas de solución sencilla, y ella nada, nada decía, solidaria hasta el absurdo.
La vi por última vez el 96, bajando de Villa Moscú. Hablamos poco, entre el tierral del trufi y los irreparables baches del camino. Quedamos en vernos para contarme la felicidad que había sido -para ella- su visita a España. Esta nación europea llenó en el pasado charlas que versaban sobre las comunas agrarias de Aragón, comer sardinas frescas al borde del muelle en Castellón de la Plana y etcéteras. Dicen que hoy España, en relación a nosotros, ha adoptado la actitud que se achaca a los norteamericanos de racismo y discriminación, que nos desprecian y maltratan. Habría que aclararles que llegando a los bordes de Estados Unidos, españoles, bolivianos, dominicanos y argentinos, todos somos mexicanos, nada nos diferencia, ni el tamaño ni el color, ni siquiera el detalle que los de Iberia no hablan -como debieran- mejor castellano que el nuestro.
Hoy Sonia no está más presente. Me detengo en la intersección de las calles desde donde veo sus hogares varios y sé que este asunto de la presencia física también es ilusorio.
5/agosto/04
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Publicado en Los Tiempos (Cochabamba), agosto 2004
Publicado en Fondo Negro (La Prensa/La Paz), 15/agosto/2004
Imagen: Alexej von Jawlensky
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