Monday, October 31, 2011
Redescubrir los libros/ECLÉCTICA
El hecho de mantener la identidad en dos lugares distintos y lejanos no deja de ser problemático; y qué decir de las cosas materiales que uno guarda en ambos espacios: música, libros, posters, recuerdos. Mas, por lo general, es uno de esos rincones el que sufre de mayor olvido, aquel al que se recurre de vez en cuando, de año en año. Sufrir en el sentido de que al no estar presentes, constantes en el cuidado de los tesoros nostálgicos, éstos se desintegran, desaparecen, se pierden. Esa la historia de mi biblioteca boliviana dispersa, recluida en estantes de casas si bien no extrañas no mías. Algunos tomos descansan con la hermana mayor, otros con la menor, los más con padre y madre, y buena parte nadie sabe dónde, perdida irremesiblemente en el descuido del tiempo.
Busqué ejemplares precisos, indispensables para mí, para hallar que un alto porcentaje se había esfumado para siempre. Ni tanto el hecho de que se perdieron y no puedan ser otra vez recuperados -nuevos- sino que cada uno cuenta una historia específica. "La marcha de Radetzki", por ejemplo, de Joseph Roth, se remonta a una soleada tarde de Valencia, luego de un café bebido a la vista de murallas que quería imaginar las mismas del Mío Cid. Aguardaba a un amigo para adentrarnos en las catacumbas medievales del edificio de la CNT; leía mientras tanto a Roth, encontrando en él, por vez primera, el gusto que detalla Ehrenburg en sus memorias acerca de su literatura. Ahora que no pude palparlo, sentirlo físicamente en mis manos, me angustia como orfandad, la falta de un destino fraterno. Quién me devuelve ese Roth, pleno de Valencia, el Cid, el sol, la Columna de Hierro, Durruti y Ulrike Meinhof; Roth que sabía a agua de Valencia; nunca más.
Abriendo una polvosa caja de cartón, irrumpida por tierra y humedad, aparecieron mi Ilíada de 1969, firmada por un niño, sobrefirmada por hembra que quiso emparentarse con el pasado, sin darse cuenta que jamás podría acercarse al sueño de entonces, mío únicamente, de la cólera de Aquiles, o llegaron en "treinta cóncavas naves" sobre el oscuro Ponto, o las exequias de Héctor, domador de caballos.
Me incluyo más profundo en la caja de sorpresas. Cerca de inútiles textos de aprendizaje de lengua castellana una biografía de Castelar, el Bestiario de Borges, León Bloy y los intrigantes diarios de Kafka. En los anaqueles de mi hermana Elena, separados uno de otro, yo que los tenía estrechos en lo posible, Drieu y Norah Lange, y los ya incompletos escritos de filosofía política de Miguel Bakunin. Cómo volver sobre los pasos: un viejo Verne, de treinta y tres años de edad, casi un Cristo, recuerdo de una vitrina de la Galería Moderna, calle General Achá, comprado a los once de la infancia con el dinero de ahorro que los padres me daban para retornar a casa luego de las agobiantes clases de francés. Caminar por la España, cerca del Ambassador, mientras pasan en su limitada velocidad los quinienteros cuya parada era sita al frente de la catedral. Quinienteros que se convirtieron en milquinienteros, taxis que daban muestras del cambiante mundo que me avanzó de Salgari a Dostoievski, de Zévaco a Céline.
Desempolvo las obras y comienzo a encerrarlas en su prisión anual. A veces abro los libros; en sus primeras páginas firmaban mujeres, si importaron aunque ya no importen: la letra de G. en Arlt, de E. en Marechal, otra E. en Tolkien, F. en Joyce. Ellas, con las palabras, dentro del callejón sombrío de los muertos vivos.
13/8/04
Publicado en Lecturas (Los Tiempos/Cochabamba), agosto, 2004
Imagen: Portada de una edición francesa de Vidas imaginarias, de Marcel Schwob
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