Claudio Ferrufino-Coqueugniot
Jean Coqueugniot, señor de H.., observó los campos. Las almenas recortadas en el humeante paisaje semejaban tijeras rotas. La última rebelión campesina había sido extinguida de los sembrados. Jean Coqueugniot meció su brazo enrojecido de muerte. Apoyado en la mesa no quiso hurtar a las horas su rutina y dormitó. Afuera, el campo permanecía estrecho en su silencio. El hedor de los cadáveres movía su cuerpo ofídico entre las filas de ahorcados. Chirriar de horcas confundido con el graznido de cuervos arrancadores de ojos. Jean Coqueugniot quedó inmutable en la complicidad oscura.
A la mañana el señorío se halló desierto. Todos se marcharon. Jean Coqueugniot, señor de la sangre y la nada, paseaba por los pasillos. Ni toda la piedra labrada del castillo apaciguaba el desasosiego. Contemplaba un horizonte largo como resaca.
Recordó la cruzada, a Raimundo de Saint-Gilles. Estremecióse al pensar en las pieles moras que tomara. Entonces era joven. Ahora, la decrepitud de su raza le había consumido el vigor. Se vistió para el combate. Se puso el yelmo y los guanteletes de malla de hierro. Un perro se acercó gimiento; Jean Coqueugniot lo desnucó... Reunió los animales domésticos. Se sentó con las piernas entreabiertas y procedió a degollarlos, uno a uno. La sangre goteaba de sus faldones como la lluvia que Dios mandó a Faraón.
Se alejó a caballo. En un descanso oyó el viento destrozando los ventanales del hogar. Supo que el demonio se había posesionado. Pensó en su padre, Charles-Claude, y se persignó.
Los campesinos huían ante la siniestra figura salida del pasado. Un hombre marcha solo a una cruzada inexistente y da miedo.
Tibio y agradable día. El brillo de la espada era el rastro de la muerte camino al matrimonio. El hombre cano avanzaba, colgando un gigantesco escudo detrás. Para Jean Coqueugniot el verbo había muerto... quedaba ilusión.
Al cabo de tiempos inmóviles llegó al mar. Pensó que la deslumbrante luz lejana era el oro de los techos de Damasco. Se aprestó para la lucha y hundió el corcel en las aguas. El mar que quería travesar era un pequeño lago alpino, y el oro de las cúpulas de Damasco, el reflejo del sol en un glaciar. Jean Coqueugniot obligó al caballo a dar siete pasos, luego se ahogó...
noviembre, 1985
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Publicado en Opinión (Cochabamba), 19/08/1988
Tuesday, December 16, 2014
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