Claudio Ferrufino-Coqueugniot
Nueva York:
nieve. Denver: nieve, parecen los mensajes de Radio Reloj de Manu Chao. Así, en invierno, en un mundo que es tan
ancho como ajeno, mucho en teoría y algo en práctica, comenzamos a hablar con
Marcos Tabera, sin ver de nosotros más que hologramas y leernos y escucharnos
en fragmentos de una gran nube que nos tiene confiscados.
Marcos viene del
maestro Germán Tabera que solo faltó al trabajo en 60 años los días en que la
muerte lo requirió. Recipiente del Cóndor de los Andes, director, fundador, educador
de aquellos para quienes la gloria es un papel, y de la señora Emma Soliz,
pilar, como él mismo dice, de su arte con su pasión por la música y el canto. No
podía, entonces, esconderse. Estaba predestinado incluso sin importar si el
destino es tal… para bien nuestro.
Su historia, como
la de casi todo artista del Tercer Mundo está llena de quijotadas. Grupos,
ideas, conciertos, desazón, rabia, pena, cansancio, sobre todo cansancio desde
muy temprano. Repaso la cronología de su jornada: 1981, por el Markatambo y la
Naira, con amigos. Tiempo de zamba, joropo, bolero, de la herencia vocal
reconocida hacia la Negra Sosa, el cuarteto del Suquía. “En 1983 fui invitado a
ser el primer vocalista de Khonlaya, por sus fundadores Javier Melgarejo, Jorge
Komori, Kito Melgarejo, los ya fallecidos Salomón Callejas y Juan Carlos
Murillo. Descubrí un mundo musical maravilloso; entre los arpegios de Yes y los
carnavalitos nacían los pioneros de la fusión (…)”. Khonlaya era la apuesta del
futuro con mirada al pasado. Lo hizo Wara, también Los Jaivas, cada cual a su
manera. Folclor o nutrirse de las raíces en un contexto global, contemporáneo
que eludía adrede la tendencia prostituida de acentuar el mestizaje de acuerdo
a las necesidades de mercado. No en vano Khonlaya produjo un solo LP, Expreso, bregando con una situación
política de tremenda inestabilidad, amén del rosquerío y el compadrazgo
elitista. Marcos emigró, con mujer e hijas, en 1989. Mejor lo incierto que la
seguridad del fracaso en la tierra de uno, donde uno es nadie.
A pesar de ello,
de la niebla a la que se enfrenta el inmigrante, peor si trae consigo el dulce
bulto familiar, Marcos Tabera siguió en la música, alternándola con sórdidos
callejones de restaurantes que no son “de película” sino reales, con ratas inmensas
como gatos devorando carcomidas presas de pollo, de ojillos malsanos e
indiferentes. Lo cuento mientras en el cuarto contiguo suena Charazani, pieza de este último disco. Vuelvo
a Charazani… canta Marcos, tierra también de fusión de culturas, la quechua y
la aymara, reflejadas en un arte textil incomparable, pleno de banderas
coloridas y de caballos con gente montada, centauros del lago más alto del
mundo, en el frío también, en ese espacio de modorra donde uno permite al
cuerpo calentarse y que es el mismo en la Nueva Ámsterdam o a orillas del agua
madre, Titikaka.
Buenos Aires y el
retorno, entre 1985 y el 89. Grabaciones, la apertura para Air Suply ante un
masivo público de 30.000 personas. Un disco de homenaje a Supertramp. Luego el
exilio con las notas grabadas en el cerebro y fuego en el corazón. Desde
entonces, Marcos es ya un nuyorquino, con la rica ambigüedad de la gente de ese
universo, enriqueciéndolo y alimentando a Leviatán que se apodera de lo mejor
de todo lado, dando a cambio un entorno que a pesar de su estrechez es mayor
que el que nos hubiese tocado de quedarnos. Por eso hay en la música de Marcos
que a ratos es marcadamente folclor y a ratos no, lo que la gente asocia a la
emigración y que le dicen nostalgia. Es dolor, porque al inmigrante se carga la
muerte de quienes nos privamos de ver, las voces que ya nunca oímos. Vuelvo a
Charazani…, el kantu que de por sí es triste, se hace más triste aún porque aquel
que se fue sí sabe lo que significa volver. ¿A qué volver?, preguntaría una
zamba chalchalera.
El Inmortal es un disco dedicado a su padre, al maestro. Y
también al jesuita Luis Espinal, a esos que hicieron algo por el colectivo.
Marcos compuso todas las canciones excepto Silencio,
de Khonlaya (Komori y Melgarejo), como muestra de aprecio al grupo que
considera su influencia más rica. Aclara que el trabajo forma parte de un
esfuerzo grupal, de la persistencia y paciencia de arreglos en manos de músicos
como Oscar García (de afilado estilete como escritor además) y Proaudio, en La
Paz. Otros en Nueva York; la invalorable y desinteresada contribución en
cuerdas en un par de piezas a manos de los Navía, padre e hijo, Eddy y Gabriel
(San Francisco), virtuosos de propio mérito. Su compañero y cómplice Daniel
Imaná, excelente músico e ingeniero de sonido. Los créditos son muchos pero
parten de una idea, un sueño, un proyecto, que tiene en Tabera a padre y
padrastro con la atención de una madre.
Lo he oído en bruto
y es genial. Ahora hay que acercarse al objeto mágico, que será pronto
producido. Los fantasmas del creador deambulan por su rastro: los Doors, Led
Zeppelín, el folk de Dylan, William Centellas, Luzmila Carpio, Aymara y Simeón
Roncal. Si no existiese la querida oscuridad del arte se podría afirmar que
estos seres son hadas, hadas madrinas, pero hasta en la mayor alegría hay un
réquiem, y en el brillante color un tono gris que nos acerca y humaniza. Marcos
habita en dos mundos que se creerían contradicción, pero en la sombra, cuando
el músico mira la oscuridad de arriba sin saber siquiera si sus ojos están
abiertos, el agua suena igual aquí o allá. Para todos, la muerte juega al go
teniendo de rival la vida. Y donde hoy hay una pieza negra, mañana dormirá una
blanca. O viceversa.
23/03/15
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Publicado en La Revista (La Razón/La Paz), 05/04/2015
Fotografía: Marcos Tabera
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