Monday, April 6, 2015

El Inmortal, la música de Marcos Tabera

Claudio Ferrufino-Coqueugniot

Nueva York: nieve. Denver: nieve, parecen los mensajes de Radio Reloj de Manu Chao. Así, en invierno, en un mundo que es tan ancho como ajeno, mucho en teoría y algo en práctica, comenzamos a hablar con Marcos Tabera, sin ver de nosotros más que hologramas y leernos y escucharnos en fragmentos de una gran nube que nos tiene confiscados.

Marcos viene del maestro Germán Tabera que solo faltó al trabajo en 60 años los días en que la muerte lo requirió. Recipiente del Cóndor de los Andes, director, fundador, educador de aquellos para quienes la gloria es un papel, y de la señora Emma Soliz, pilar, como él mismo dice, de su arte con su pasión por la música y el canto. No podía, entonces, esconderse. Estaba predestinado incluso sin importar si el destino es tal… para bien nuestro.

Su historia, como la de casi todo artista del Tercer Mundo está llena de quijotadas. Grupos, ideas, conciertos, desazón, rabia, pena, cansancio, sobre todo cansancio desde muy temprano. Repaso la cronología de su jornada: 1981, por el Markatambo y la Naira, con amigos. Tiempo de zamba, joropo, bolero, de la herencia vocal reconocida hacia la Negra Sosa, el cuarteto del Suquía. “En 1983 fui invitado a ser el primer vocalista de Khonlaya, por sus fundadores Javier Melgarejo, Jorge Komori, Kito Melgarejo, los ya fallecidos Salomón Callejas y Juan Carlos Murillo. Descubrí un mundo musical maravilloso; entre los arpegios de Yes y los carnavalitos nacían los pioneros de la fusión (…)”. Khonlaya era la apuesta del futuro con mirada al pasado. Lo hizo Wara, también Los Jaivas, cada cual a su manera. Folclor o nutrirse de las raíces en un contexto global, contemporáneo que eludía adrede la tendencia prostituida de acentuar el mestizaje de acuerdo a las necesidades de mercado. No en vano Khonlaya produjo un solo LP, Expreso, bregando con una situación política de tremenda inestabilidad, amén del rosquerío y el compadrazgo elitista. Marcos emigró, con mujer e hijas, en 1989. Mejor lo incierto que la seguridad del fracaso en la tierra de uno, donde uno es nadie.

A pesar de ello, de la niebla a la que se enfrenta el inmigrante, peor si trae consigo el dulce bulto familiar, Marcos Tabera siguió en la música, alternándola con sórdidos callejones de restaurantes que no son “de película” sino reales, con ratas inmensas como gatos devorando carcomidas presas de pollo, de ojillos malsanos e indiferentes. Lo cuento mientras en el cuarto contiguo suena Charazani, pieza de este último disco. Vuelvo a Charazani… canta Marcos, tierra también de fusión de culturas, la quechua y la aymara, reflejadas en un arte textil incomparable, pleno de banderas coloridas y de caballos con gente montada, centauros del lago más alto del mundo, en el frío también, en ese espacio de modorra donde uno permite al cuerpo calentarse y que es el mismo en la Nueva Ámsterdam o a orillas del agua madre, Titikaka.

Buenos Aires y el retorno, entre 1985 y el 89. Grabaciones, la apertura para Air Suply ante un masivo público de 30.000 personas. Un disco de homenaje a Supertramp. Luego el exilio con las notas grabadas en el cerebro y fuego en el corazón. Desde entonces, Marcos es ya un nuyorquino, con la rica ambigüedad de la gente de ese universo, enriqueciéndolo y alimentando a Leviatán que se apodera de lo mejor de todo lado, dando a cambio un entorno que a pesar de su estrechez es mayor que el que nos hubiese tocado de quedarnos. Por eso hay en la música de Marcos que a ratos es marcadamente folclor y a ratos no, lo que la gente asocia a la emigración y que le dicen nostalgia. Es dolor, porque al inmigrante se carga la muerte de quienes nos privamos de ver, las voces que ya nunca oímos. Vuelvo a Charazani…, el kantu que de por sí es triste, se hace más triste aún porque aquel que se fue sí sabe lo que significa volver. ¿A qué volver?, preguntaría una zamba chalchalera.

El Inmortal es un disco dedicado a su padre, al maestro. Y también al jesuita Luis Espinal, a esos que hicieron algo por el colectivo. Marcos compuso todas las canciones excepto Silencio, de Khonlaya (Komori y Melgarejo), como muestra de aprecio al grupo que considera su influencia más rica. Aclara que el trabajo forma parte de un esfuerzo grupal, de la persistencia y paciencia de arreglos en manos de músicos como Oscar García (de afilado estilete como escritor además) y Proaudio, en La Paz. Otros en Nueva York; la invalorable y desinteresada contribución en cuerdas en un par de piezas a manos de los Navía, padre e hijo, Eddy y Gabriel (San Francisco), virtuosos de propio mérito. Su compañero y cómplice Daniel Imaná, excelente músico e ingeniero de sonido. Los créditos son muchos pero parten de una idea, un sueño, un proyecto, que tiene en Tabera a padre y padrastro con la atención de una madre.

Lo he oído en bruto y es genial. Ahora hay que acercarse al objeto mágico, que será pronto producido. Los fantasmas del creador deambulan por su rastro: los Doors, Led Zeppelín, el folk de Dylan, William Centellas, Luzmila Carpio, Aymara y Simeón Roncal. Si no existiese la querida oscuridad del arte se podría afirmar que estos seres son hadas, hadas madrinas, pero hasta en la mayor alegría hay un réquiem, y en el brillante color un tono gris que nos acerca y humaniza. Marcos habita en dos mundos que se creerían contradicción, pero en la sombra, cuando el músico mira la oscuridad de arriba sin saber siquiera si sus ojos están abiertos, el agua suena igual aquí o allá. Para todos, la muerte juega al go teniendo de rival la vida. Y donde hoy hay una pieza negra, mañana dormirá una blanca. O viceversa.
23/03/15

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Publicado en La Revista (La Razón/La Paz), 05/04/2015

Fotografía: Marcos Tabera  

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