Claudio
Ferrufino-Coqueugniot
La sola idea de
tartas de fruta o pasteles centroeuropeos de chocolate, almendras, frambuesas,
nos enfiló desde la prosaica Aurora hacia Denver, a la calle Larimer, lo más
lindo de su downtown.
Hace años, el
centro de la ciudad se hallaba invadido de vagabundos, de negros pobres. Un
poco más abajo, en el Lower Downtown,
hoy LoDo, exclusivo y rico, bebían sus sueños dormitando ebrios en la tarde
sujetos como Neal Cassady y Kerouac. Allí se gestaban las líneas que los harían
eternos, sobre todo al segundo, el inicio del camino. Nadie quería visitar el
centro entonces, poco había para mirar y mucho que temer, porque de pobres,
mexicanos y negros se nutre el mal…
Ahora Kerouac es
una celebridad. La riqueza, el poder, se apropian hasta del concepto de
rebelión. No en vano estaciones de radio de derecha reclaman los versos y
gritos de Jim Morrison como suyos. Y los yuppies,
la generación de jóvenes profesionales de gran futuro, recuerdan al Kerouac
ciclista, escalador, hombre del outdoors
como ellos, ávidos de aventura y acogedor hogar para el regreso. Algún
alucinado con memoria de la gloria que era ser marginado, ha multiplicado
sténciles del rostro del autor de On The
Road por las paredes, sobre los edificios relacionados con él.
Hoy la marihuana
es libre en Colorado. Supuestamente hay restricciones, pero en la realidad su
consumo es abierto y masivo. Representa un negocio millonario con el pretexto
de ambientalismo, libertad, liberación sexual, aunque haya pasado a ser otro
vértice del capital, un pingüe negocio.
Antes, siempre,
el centro de Denver olía a marihuana. Provenía de los desharrapados, junto a
asquerosos efluvios de cuerpos sin lavar, tabaco y alcohol. Detrás de las puertas,
sin embargo, esta planta era consumida por un número inimaginable de caracteres
en cada clase social. El mayor drama de los Estados Unidos era y sigue siendo
la adicción en todas sus formas.
Fue natural
legalizarla. Los estándares de moral se relajaron; al menos algo de lo oculto
podía presentarse a plena luz. Eso, en sí, implicaba un alivio del peso
tremendo de vivir en este frenesí de USA.
Mientras
parqueábamos el Honda, mal porque no sé estacionar de retro, pasaban carruajes
tirados por caballos o bicicletas donde pasajeros y conductor se divertían con
coloridas pipas de cristal. Era domingo y supongo que Nirvana para ellos.
Denver olía a
marihuana.
Solo que la
sustancia había cambiado. Ya no es rebelde lo que la ley permite. El misterio,
la irreverencia de no caber entre límites asignados, le daba un aura que
difícilmente recuperará. En un gran triciclo con al menos cinco personas drogadas,
observé la ropa cara y las vinchas falsamente hippies de las muchachas. No sé si llevaban bolsos pero sí teléfonos
inteligentes, y texteaban al más allá, a la Nube convertida en Leviatán,
noticias de un mundo que se incluiría y reduciría en Facebook. Dudo que uno de
los pasajeros cargara el insigne libro de Kerouac, o cualquier otro libro.
Habían sido domesticados por el sistema que les daba lo que deseaban y los
mantenía registrados, porque para comprar marijuana se lleva un registro. Los
rebeldes de hoy, que fuman reefer por
las calles, semejan una bola de asnos.
Emanaciones de
yerba venían de un mendigo tomando sol en la calle Market. El mismo aroma salía
de un Lexus último modelo. Me pregunté si acaso alcanzamos igualdad social en
lo urbano del Cannabis Country. Al
fin llegamos a destino y al otro lado del mostrador escogimos oscuras tortas
germanas. Las acompañamos de lattes, capuccinos y café au lait. Luego enfilamos hacia Aurora y me encerré en mi
cubículo con la alegría y la certeza de continuar marginal. Abrí los Diarios de
Valery Bryusov, escritos entre 1893-1905. Comencé con las reminiscencias del escritor
de la mano de V. F. Jodásevich y de Marina Tsvetaeva. Me quedó el sabor del
chocolate; el olor a la Juana retornó a su intrascendencia.
20/04/15
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Publicado en El Día (Santa Cruz de la Sierra), 21/04/2015
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