Tuesday, April 21, 2015

Humo de marihuana sobre Denver/MIRANDO DE ABAJO

Claudio Ferrufino-Coqueugniot

La sola idea de tartas de fruta o pasteles centroeuropeos de chocolate, almendras, frambuesas, nos enfiló desde la prosaica Aurora hacia Denver, a la calle Larimer, lo más lindo de su downtown.

Hace años, el centro de la ciudad se hallaba invadido de vagabundos, de negros pobres. Un poco más abajo, en el Lower Downtown, hoy LoDo, exclusivo y rico, bebían sus sueños dormitando ebrios en la tarde sujetos como Neal Cassady y Kerouac. Allí se gestaban las líneas que los harían eternos, sobre todo al segundo, el inicio del camino. Nadie quería visitar el centro entonces, poco había para mirar y mucho que temer, porque de pobres, mexicanos y negros se nutre el mal…

Ahora Kerouac es una celebridad. La riqueza, el poder, se apropian hasta del concepto de rebelión. No en vano estaciones de radio de derecha reclaman los versos y gritos de Jim Morrison como suyos. Y los yuppies, la generación de jóvenes profesionales de gran futuro, recuerdan al Kerouac ciclista, escalador, hombre del outdoors como ellos, ávidos de aventura y acogedor hogar para el regreso. Algún alucinado con memoria de la gloria que era ser marginado, ha multiplicado sténciles del rostro del autor de On The Road por las paredes, sobre los edificios relacionados con él.

Hoy la marihuana es libre en Colorado. Supuestamente hay restricciones, pero en la realidad su consumo es abierto y masivo. Representa un negocio millonario con el pretexto de ambientalismo, libertad, liberación sexual, aunque haya pasado a ser otro vértice del capital, un pingüe negocio.

Antes, siempre, el centro de Denver olía a marihuana. Provenía de los desharrapados, junto a asquerosos efluvios de cuerpos sin lavar, tabaco y alcohol. Detrás de las puertas, sin embargo, esta planta era consumida por un número inimaginable de caracteres en cada clase social. El mayor drama de los Estados Unidos era y sigue siendo la adicción en todas sus formas.

Fue natural legalizarla. Los estándares de moral se relajaron; al menos algo de lo oculto podía presentarse a plena luz. Eso, en sí, implicaba un alivio del peso tremendo de vivir en este frenesí de USA.

Mientras parqueábamos el Honda, mal porque no sé estacionar de retro, pasaban carruajes tirados por caballos o bicicletas donde pasajeros y conductor se divertían con coloridas pipas de cristal. Era domingo y supongo que Nirvana para ellos.

Denver olía a marihuana.

Solo que la sustancia había cambiado. Ya no es rebelde lo que la ley permite. El misterio, la irreverencia de no caber entre límites asignados, le daba un aura que difícilmente recuperará. En un gran triciclo con al menos cinco personas drogadas, observé la ropa cara y las vinchas falsamente hippies de las muchachas. No sé si llevaban bolsos pero sí teléfonos inteligentes, y texteaban al más allá, a la Nube convertida en Leviatán, noticias de un mundo que se incluiría y reduciría en Facebook. Dudo que uno de los pasajeros cargara el insigne libro de Kerouac, o cualquier otro libro. Habían sido domesticados por el sistema que les daba lo que deseaban y los mantenía registrados, porque para comprar marijuana se lleva un registro. Los rebeldes de hoy, que fuman reefer por las calles, semejan una bola de asnos.

Emanaciones de yerba venían de un mendigo tomando sol en la calle Market. El mismo aroma salía de un Lexus último modelo. Me pregunté si acaso alcanzamos igualdad social en lo urbano del Cannabis Country. Al fin llegamos a destino y al otro lado del mostrador escogimos oscuras tortas germanas. Las acompañamos de lattes, capuccinos y café au lait. Luego enfilamos hacia Aurora y me encerré en mi cubículo con la alegría y la certeza de continuar marginal. Abrí los Diarios de Valery Bryusov, escritos entre 1893-1905. Comencé con las reminiscencias del escritor de la mano de V. F. Jodásevich y de Marina Tsvetaeva. Me quedó el sabor del chocolate; el olor a la Juana retornó a su intrascendencia.

20/04/15

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Publicado en El Día (Santa Cruz de la Sierra), 21/04/2015

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