Quizá porque era domingo y se alternaban sol y lluvia. O
porque se cocinaba un puerco con reminiscencias de fricasé. Puede ser. Lo
cierto es que pensé en la marraqueta. La había visto tanto durante mi vida, a
diario, que la costumbre me hizo obviarla hasta un día en que mis hijas, en
Denver, nacidas en Norteamérica de madre norteamericana, y hablando sobre sus
visitas a Bolivia, recordaban las marraquetas del desayuno de la abuela. Ahí
presté atención a este acorazado de masa, demasiado duro para mi gusto, pero
sabroso.
Se pasaba el cremoso Roquefort encima, o la mantequilla PIL,
o la mermelada de guindas que es única del país (que no hay cereza o baya en este hemisferio que se le iguale).
En Cochabamba, además, ajenos e irreverentes a la hoy condición paceña del pan,
parte de su manifiesto histórico.
He visto en Chile marraquetas similares. Iquique puede como
La Paz reclamarlas parte de su patrimonio cultural. Pero el sabor no coincidía,
no sé si en la sal, si en el agua del Ande opuesta a las subterráneas del
desierto o qué. En dudas tales comienza a formarse el mito. Si a eso se suma la
infancia, los años que corren fatídicos, la pérdida precisa de la memoria en
cuanto a sabor y aroma, ya está: la marraqueta se ha convertido en mítica, con
características que le dan dote de chamán alimenticio. Pan de pobres, sobre
todo, pero también atesorado por los ricos. Como el Carnaval, revolución
social.
Recibo por email, desde esa hoyada entre infame e
inolvidable, una tarjeta de réquiem por el fallecimiento de este tipo de pan.
No se invita a asistir porque no se entierra lo grande e intangible. Invita a
la pena, pero la tristeza tiene facetas más mundanas y dramáticas que la ilusión
y nos envuelve en la marisma inmunda de la política, donde hay gobernantes
disfrazados queriendo crear escuela de moda y sudorosos panaderos de espaldas
brillosas y salitrosas. En medio de la brega entre ellos, la marraqueta elude
su rol amistoso y tórnase en ficha de un juego macabro de poder y oro, un juego
esperado y por qué no, lógico.
Cuarenta centavos, cincuenta centavos, semejan cantidades
irrisorias. No en una tierra en que 80 por ciento de sus pobladores viven del trueque
en un intercambio que con lucidez compara un periodista boliviano al Manchester
del XIX, en el caldo natal de un sistema que se fortalece más aunque ya lo
difuntearon pensadores de mucha talla y maricas locales. La marraqueta, entre
tantas otras cosas, representa ese capitalismo pujante y desalmado que impera
en la mal llamada patria socialista, donde reclutas pelones y mugrientos y
gordos oficiales de escaso movimiento y menos batallas, no alcanzarán jamás la
maestría en la confección de esta masa de harina de cualquier empresario
independiente. Hay sabores con características propias, singulares, que la
masificación no iguala. La pequeña empresa privada suele ser el espinazo de las
naciones y, tal vez, puntal de un sistema democrático. Por eso se la ataca
tanto, aunque en el caso boliviano, a diferencia del norteamericano, ella
depende en parte o en mucho de las decisiones y/o subsidios estatales, lo que
no la hace por completo independiente.
Un domingo, la opinión “extranjera” de los más cercanos, el
desbrozar recuerdos hasta hallar rescoldos de placer, la imagen de la larga
mesa, de padre y madre en cabecera, de un desayuno y una mañana, con un sol que
no se repite, con dosis de nostalgia y asco por la debacle boliviana, con
tangos que pasaba por radio un tanguero oriundo. Al medio, en paneros de
mimbre, tortillas y marraquetas; a veces tocos y ch’amillos.
Hoy los panaderos sitian la capital, con la avidez de
cóndores de Isherwood. La cercan de ausencia: la marraqueta no está. Y el
terror de desaparecer lo que siempre estuvo tiene augurios de catástrofe
nuclear.
08/06/15
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Publicado en El Día (Santa Cruz de la Sierra), 09/06/2015
Una emotiva joya narrativa, querido amigo. Memoria histórica, crónica, poesía, nostalgia. Tus escritos lo son todo a la vez.
ReplyDeleteDebo probar esa mermelada de guinda boliviana.
Un abrazo fuerte
Esa mermelada es la nostalgia, Jorge. Continúa allí. Vale el viaje. Abrazos.
Delete1.- Gratos recuerdos guardo de la marraqueta, un inconfundible símbolo paceño como el chairo. Las recordaba grandes y crocantes (hace mucho que no voy a La Paz) en copiosos desayunos con café y ese queso fresco de Villa Loza (en el camino a Oruro, si mal no recuerdo), a su lado, las del valle son ridículas e incomibles por su sabor un tanto soso; en todo caso prefiero el toco que se le parece en sabor y textura y que es más apto para untar una buena mermelada, como la “ficticia” de guindas y un sonoro antojo recorre el paladar a estas horas de la noche, ya que no la he visto nunca, a pesar de zamparme una buena ración de la baya cuando llega la temporada. Habrá que ir a Colomi a una de esas ferias de la guinda y sus derivados como he oído alguna vez.
ReplyDelete2.- Esa frase de Isherwood, -no recordaba el nombre- la leí en alguna parte y se me quedó grabada por la contundencia de su escalofriante expresividad: “imagino a los indios, sentados en la cornisa de la hoyada como cóndores a punto de abalanzarse sobre la ciudad”, apelo a mi memoria una vez más, y gracias por el apunte, espero encontrar algún ebook de este autor. Saludos.
El cóndor y las vacas, José, el libro de Isherwood donde está esa escalofriante línea. Nunca nadie lo dijo mejor, ni antes ni después del cerco, como nunca nadie, excepto Rulfo, supo interpretar Méxuco como lo hicieran D.H. Lawrence y Malcolm Lowry. Respecto a la guinda, Colomi es el proveedor de esa mermelada que sigue fabricando la Dillmann. Más local, y más rústico, viene a ser el guindado de Colomi que no solo elimina el frío sino que lo convierte en infierno. Abrazo.
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