CLAUDIO FERRUFINO-COQUEUGNIOT: “Bolivia es el país latinoamericano más afecto a la alegría, a la
fiesta. Claro que el baile puede, y suele, convertirse en responso”
(La
editorial zaragozana Limbo Errante publica en España la novela Muerta ciudad viva, prodigioso artefacto
literario-festivo del autor boliviano residente en Estados Unidos Claudio Ferrufino-Coqueugniot)
La idiosincrasia de Claudio Ferrufino-Coqueugniot
presenta evidentes paralelismos con la de ciertos autores que un buen día
decidieron darle la espalda a la llamada vida literaria para concentrarse exclusivamente en la integridad de su escritura. Al
igual que sus predecesores en la batalla, el cochabambino -aunque sólo de
nacimiento- es subversivo, osado hasta el paroxismo y muy ofensivo en ocasiones
(no se traga una palabra aunque preconciba que activará la indignación del
sectario de turno con o sin mano). Asimismo, mantiene una relación complicada,
cuando no imposible, con su país de origen. Tal fue el caso del maestro Juan
Goytisolo con la «madrastra inmunda» España, el del enorme Jean Genet con
Francia en particular y con el mundo en general o el de Henry Miller -con quien
Claudio ha sido comparado en no pocas ocasiones-, Allen Ginsberg, William Burroughs
y tantos y tantos otros con los Estados Unidos. En el reino de los escritores
adscritos al más rancio establishment,
en la era de la autocontención, del eufemismo cobarde, de la nerviosa defensiva,
del zigzagueo y del circunloquio formal y de fondo, la prosa virtuosa y absolutamente
carente de concesiones de Muerta ciudad viva aterriza en un país tan puritano y pusilánime como la España de los
últimos tiempos acaso para recordarnos que otrora estas cosas también se clamaban
sin problemas por aquí. En esta breve empero intensa entrevista conversamos
sobre la actualidad literaria, el desencanto político y social de ayer y de hoy,
sobre vicios y urgencias pero, sobre todo, de la vida. Porque, en definitiva,
la literatura precisa y mordaz de este autor de hablar pausado y pluma
acelerada está plagada de esto mismo: de pura, cruda y puñetera vida.
Si el lector español de tu novela indaga un poco en la historia moderna
de Bolivia se percatará de un curioso paralelismo entre aquel país y la España
de los primeros años 80, la época en la que se desarrolla la trama. El 10 de octubre de 1982 Hernán Siles Suazo llega al poder en Bolivia.
El momento es ilusionante, triunfa la izquierda tras la debacle de la junta
militar. Poco más de dos semanas después Felipe González obtiene una aplastante
victoria en las generales españolas, acontecimiento que para muchos supone el
final de la llamada Transición. Pero ambos mandatarios pronto defraudan. Las
consecuencias derivadas de tamaño desencanto son muy similares. Cierta juventud
boliviana no supera su frustración y, sumida en el nihilismo más absoluto, cae en
el alcoholismo, la violencia y el sexo superfluo. En el caso español a todo
esto hay que añadirle el auge de la heroína, una verdadera plaga que arrasó con
toda una generación a lo largo y ancho del país. Tú naciste en 1960. Tenías
entonces una edad comprometida. ¿Qué
tal llevaste personalmente aquel periplo a estos respectos? ¿Atravesaste tu wild side particular?
Mira,
desde que tuve puto uso de razón sólo recuerdo militares en mi vida, en las
calles, en los bares alardeando. El 67, cuando murió Che, pegué con cuidado una
foto del general Barrientos sobre un azulejo negro, sólo para romperlo. Mis
padres hablaban de la guerrilla, conocían gente asociada con algunos del monte.
Mi padre, que trabajó con el Cuerpo de Paz de los gringos, conoció a todos los
milicos que se hicieron presidentes después: Barrientos, Ovando, Torres,
Bánzer. Andaban, decía Joaquín, con trajes usados del ejército norteamericano
que les habían regalado. La CIA trabajó para levantar el orgullo militar
humillado en la revolución del 52. Después vino Siles, y fue orgía con
desconfianza. Breve verano: aquello fue un desastre. Y siguió la robadera, con
la mano izquierda. No había de dónde asirse. El país y la vida se convirtieron
en mierda. Nos arrastraron. Explotar en el vicio, en el hedonismo extremo, la
crueldad y la simple violencia tenía que ser el resultado para gente rebelde
como era yo y amigos entonces.
Se alude poco a las drogas en la novela. Es
algo que me ha llamado la atención. Se señala que el cantante de un grupo que
ameniza una fiesta está encocado, poco más. La tropa que devora la noche
cochabambina en Muerta ciudad viva le
da a base de bien a la chicha, el popular fermentado de maíz, y sólo cuando es
posible consume vino, cerveza o whisky. Como estimulante para no caer redondos
simplemente comen algo. Si unos tipos con similares apetencias a los de tu
novela tuvieran la suya y ésta estuviera localizada en cualquier ciudad de
aquella España de principios de los 80 sería inconcebible que uno pasara un par
de páginas sin que aparecieran alusiones a las sustancias ilegales. Tantas
veces como aparece la chicha en tu texto. Ya digo, y disculpa mi ignorancia,
que me extraña el nulo protagonismo que en esta historia tienen drogas como la
marihuana o la cocaína, que en nuestro imaginario tanto circulan por
Latinoamérica. ¿He de suponer que no fue así en el caso de la Bolivia de la
época?
No
había llegado el auge de la coca como vino después, o como impera hoy en que el
gobierno es un cártel más. Existía, de muy antiguo, el acullico, pijcheo,
masticado de coca. En las circunstancias económicas de la mayoría de la
población, en los espacios de clase que se retratan allí, drogas que costaban
su precio tenían que ser inconcebibles. El lumpen no las consume. Chicha, y
sexo roto; barro y orina. Ningún aditivo intelectual que siquiera diera visos
de bohemia comprometida. Desenfreno con mucho de muerte y cero esperanza. Como
se había vivido entre los de abajo desde los 1500. Sojuzgados, rebeldes y
tristes. Paralelamente existía algo similar entre la fauna universitaria. Allí
con la chicha se entremezclaba a Marx y a Sergio Almaraz. No nosotros que
optamos por un vía crucis impensado, jamás reflexionado, llorado y bailado. «Clavelito,
clavelito, me he de ir por el camino más triste, ya no he de volver, me he de
ir, ya no he de volver, en la puerta de tu casa ya no me has de ver», dice un
bailecito. El mestizaje en su mejor expresión, la dualidad que exprime y mata.
Se gime pero se ríe. En esa letra está mi novela. Sin que fuera mi intención,
para nada, ahora están estudiándola sociólogos, usándola como texto en cursos
universitarios.
Sobre la violencia gratuita escribes en el
primer capítulo: «[…] Bolivia se construyó a palos. Todos golpeando, una
generación a otra, blancos a mestizos, mestizos a indios, indios a mujeres,
mujeres a niños, niños a perros y perros a gatos, en una escalada que descendía
hasta el fondo de la violencia y que incapacitaba a la población y al país a
avanzar». Y, con tu permiso, añadiré otra cita sacada de un mail que en una
ocasión me enviaste: «Pero, a escondidas, [Bolivia] es la tierra
de la violencia extrema, solapada, cobarde, el paraíso del linchamiento como de
la lambisconería». En España desconocemos por
completo la realidad boliviana. Sabemos poco más que el nombre del presidente…,
y tan sólo por la cantidad de años que lleva en el poder. ¿La violencia
boliviana presenta alguna particularidad especial a la ejercida en otros países
latinoamericanos?
Muy
similar entre todas, cada una con su peculiar y terrible característica.
Bolivia, más cerca del Perú, donde estalló con Sendero Luminoso en su peor
faceta. Detrás de una teorización revolucionaria, justa o no, como fuere, se
percibe la violencia que en menor grado está en las páginas de mi libro, la del
apaleado que al fin reacciona. Podrías decir que siempre ha sido así en el
mundo entero, con los sans culottes
franceses, y sí, muy similar. Poder y dinero asociados al abuso traerán una
misma consecuencia. Si añadimos a eso la raza, que ha sido punto vital en el
discurso reivindicador de Evo Morales, pues bomba de tiempo. Pueblo indio,
Bolivia, donde España nunca ganó, pero dejó una secuela dramática que tardará
generaciones en desaparecer, no pronto. Drama que incluso se hace personal. Sin
contar mis apellidos, puedo ver que mis brazos son nativos, indios, y mis
piernas europeas. ¿Cuál soy, el que me hace marchar o el otro? Difícil. Ponle
unas gotas de trago, la desazón de no haber trabajo, la lucha consuetudinaria
por sobrevivir y listo. Paradójicamente, Bolivia es, en mi opinión, el país
latinoamericano más afecto a la alegría, a la fiesta. Claro que el baile puede,
y suele, convertirse en responso.
Leemos hacia el final de la novela: «Si a
simple vista lo que había eran sexo y alcohol, alcohol y sexo. Lo artístico,
los libros, escribir, que alguna vez fue el pretexto para las inmersiones en el
bajo mundo habían perdido asidero. La nube de tormenta arrasó con inclinaciones
y proyectos». Las pinceladas autobiográficas no están ausentes ni en tus
artículos ni en novelas como El exilio
voluntario. El protagonista de Muerta
ciudad viva (evito denominarlo antihéroe
por lo manido del término, aunque lo es y, nunca mejor dicho, de libro) desea prodigarse como
literato, y para inspirarse se sumerge en una vorágine de sexo, violencia y
alcohol. ¿Crees, al igual que los simbolistas franceses o los beatniks, que es necesaria la máxima
implicación física aparte de la emocional, al menos durante una época, para
serle absolutamente fiel a un tipo de literatura que incurre los límites del
aguante humano?
Creo, y
en eso me asocio a la literatura norteamericana en la experiencia como punto de
partida, con o sin la idea de plasmarla en algún aspecto artístico. Bolivia se
podría entender desde un punto de vista superficial, escribir novelas de
desarrollo adolescente dentro de la clase media o la seudoaristocracia, en la
ficción narco, como la de la mafia italiana en los Estados Unidos, de supuesta clase
y distinción. Pero Bolivia, por lo dicho antes, guarda su riqueza en lo
popular, increíblemente diverso y colorido, con los amarillos del carnaval y el
rojo de la sangre, algo que tomaron mucho las novelas tradicionalistas y/o
sociales retratando -de afuera- la desdicha del otro. Muerta ciudad viva jamás aspiró a ser una obra de denuncia social.
Es una novela de amor trágico, inmersa en la tragedia mayor del entorno ambiguo
y desquiciado de un mundo alterado por la historia. Lírica desesperada también,
y sin embargo muy arraigada en la tierra.
Tus libros, a excepción quizá de El exilio voluntario, son prácticamente
imposibles de conseguir en España, pese a los premios y reconocimientos que has
tenido en Latinoamérica. ¿Intentaste en el pasado contactar con alguna
editorial española? A mí, por los nombres que pueblan su catálogo, se me viene
a la cabeza, evidentemente, Anagrama, por no hablar de Seix Barral. ¿Hemos de
reprocharle a editores como Jorge Herralde haberte dejado escapar?
Jajaja,
el asunto editorial es un negocio, y para triunfar hay que moverse en el
mercado. Para eso se necesita dinero, contactos, y, sobre todo, interés. Nunca
lo he tenido, nunca he buscado que me publiquen, ni enviado originales a nadie.
A algunos concursos, sí, por si acaso. Tuve suerte. Me parece que la
desesperanza del autor boliviano de quedarse anónimo es brutal, real e injusta.
Por ello me desvelo, en mi blog, de publicar a tanto autor joven. ¿Cuál puede
ser la cuota que las editoriales internacionales podrían dar a la literatura
boliviana? Casi ninguna. Es un juego atroz donde los negociantes se conforman
con uno o dos nombres que bastan y sobran. ¿Y crees que van a gastar tiempo y
dinero en investigar sobre qué se escribe en Bolivia? Por supuesto que no.
Toman lo cercano a ellos, lo que forma parte de su ritual gregario, y listo. Lo
hacen con cada país pequeño, le inventan un profeta e imaginan que son justos y
sabios. Y etiquetan: Literatura Boliviana. Mentira.
Presupongo pues que es Limbo Errante la que
contacta contigo.
Hemos
estado en contacto virtual con bastante frecuencia. Apostaron por algo que
posiblemente no les traiga rédito alguno. Quedan hidalgos.
Estuviste en España en los 80. ¿En qué
ciudades? ¿Qué experiencias destacas de aquella visita?
Viajé
desde París con los anarquistas castellonenses de la FAI que visitaban Francia
por la Internacional Anarquista del 86. La auspiciaban 4 federaciones: la
francesa, la italiana, la española y la búlgara en el exilio. Conocí gente
preciosa allí y entonces. Me invitaron a visitar Italia, Irlanda, Gran Bretaña,
Holanda, pero no acepté porque no representaba yo a nadie. Era un individuo a
quien el azar de la bonhomía de anarquistas chilenos mantenía en la capital
francesa. Ni siquiera asistí a la fiesta de despedida de la Internacional.
Estaba Leo Ferré, entre otros. Preferí caminar por las vías del tren en
Menilmontant, sin un franco para comprarme un trozo de gruyere y un pan que
eran mi dieta diaria. Estuve en Castellón de la Plana, Valencia y Madrid,
siempre con los ácratas. Con un viejo de la Columna de Hierro y punks de los
Países Bajos. En Madrid me hablaron de las dos CNT y me cansé. Cuando entré,
por Figueras, la policía me llevó aparte: «¿Qué haces con estos?» «¿Dónde está
la coca?». La España que vi, pucha que la recuerdo bien.
Hablemos de tu faceta como
cronista/articulista. En tus colaboraciones en prensa compartes tus fobias y
desdenes para con los unos y los otros, sin preocuparte ni por la filiación de
los poderosos a los que atacas ni por la enfermiza mentalidad de sus acólitos.
¿Alguno de tus escritos políticos ha llegado a ocasionarte problemas serios de
tipo legal o de índole parecida?
Sí.
Miguel Sánchez-Ostiz contó que alguien «arriba» le sugirió que me cuidara, que
querían juzgarme por sedición. Un viceministro y una ministro lo afirmaron. Supe
que Álvaro García Linera, el vicepresidente, estaba histérico. Yo, por
televisión, reté al ministro tal a un debate público sobre racismo y herencia
india. Mucha gente me dejó de hablar, me cortaron el saludo. La prensa se
dividió entre los que me denigraban y los que me defendían al menos un poco. Me
expulsaron de casi todos los diarios importantes del país. Resulta cómico que
muchos de aquellos que volcaron la cara para no mirarme hoy despotrican contra
Evo Morales. Tiempo de lucro, digo yo, cuando el ocaso asoma. A pesar de todo,
antes del conflicto ya descarado, gané el premio nacional de novela y fui a La
Paz a recibirlo en dependencias de gobierno. Con un discurso –leído- crítico.
Desde entonces, desde que lo gané, se ha prohibido a los bolivianos en el
extranjero de participar en la convocatoria. No pudieron quitármelo, aunque quisieron,
y decidieron vetarme «para siempre» poniendo en la bolsa a otros autores afuera
que no tenían nada que ver.
Hablemos de tus inicios. Se conoce que
empezaste escribiendo poesía y luego te pasaste al relato corto. ¿Cuándo
empiezas a sentir la llamada de la literatura, a pensarte escritor? ¿Y cuándo
la mera afición pasa a convertirse en algo vital?
Siempre
digo que escribo cuando puedo. Nunca he cobrado un céntimo por ningún texto.
Mis únicas ganancias fueron de los premios literarios. Lo hago porque lo
necesito, pero no siempre dispongo de espacio para hacerlo. No soy un escritor
profesional pero tampoco uno eventual. Si no escribo, pienso y anoto para más
tarde. Disfruto de escribir. El motivo está en el placer de hacerlo.
¿Qué autores influyeron en aquel Claudio
incipiente escritor?
Muchísimos.
Soy un pésimo cuentista siendo que mis dos maestros eran amos del género:
Marcel Schwob e Isaak Babel. Luego la lista es inmensa. No sólo en literatura
sino en ensayo, biografía, libros de viajes…
La música rock en tu literatura está más que
presente. Muerta ciudad viva no es
una excepción. Sorprendido, caigo en la cuenta de que no conozco un solo grupo
de rock boliviano, ni bueno ni regular ni malo. ¿Se ha cocido o se cuece algo
en este sentido en Bolivia, o allá sólo existe el folclor étnico que nos llega,
y con escasísima profusión, aquí?
No,
hubo, y ahora más que nunca, un ávido y sólido cortejo de rockeros allí. Algunos
fusionaron, con éxito, el rock and roll con las músicas étnicas. Wara, por
ejemplo, un icono de la música contemporánea boliviana. Hay grupos y solistas
muy interesantes. Les pasa lo que a la literatura. La cuota internacional para
ellos no está o no existe. Emigrar siempre ha sido una falsa solución. Pero es
que no queda otra a veces.
Precisamente a causa de la muerte de un
músico, de Lou Reed, en 2013 empiezas a contactar con el escritor madrileño
Pablo Cerezal. Poco a poco se fragua una amistad primero en la distancia y
luego en persona, pues os conocéis en un viaje que tú haces a Cochabamba (curiosamente
él se hallaba en la ciudad por aquel entonces, es una larga historia). Al poco esta
relación produce un libro apoteósico a cuatro manos, Madrid-Cochabamba (Cartografía del desastre). Años atrás ya hiciste
algo parecido junto al periodista Roberto Navia, con quien publicaste Crónicas de un perro andante. Sé de
buena tinta que la experiencia con Pablo fue más que especial.
Es tan
raro lo sucedido. Con Pablo nos hemos visto unas horas, buena parte de ellas
intoxicados e inconscientes, que no cuentan, y estamos tan estrechos, tan
fraternos. Primero fue personal, en mi caso, porque no había leído nada suyo.
Ese hombre es un ángel disfrazado de demonio y un gran autor. Madrid-Cochabamba es hechura suya, de su
grandeza. Un precioso libro que amo como si fuera mujer. Creo que si nunca más
nos viéramos no importaría. Lo nuestro vive fuera de tiempo y espacio. Y no es
romanticismo. Pura, o puta, realidad.
¿Qué te animó a emprender la huida hacia
Estados Unidos? ¿El caso era escapar de Bolivia y punto? ¿Era una opción de
tantas o la única? ¿Barajaste la opción europea?
Fui a
Europa primero, detrás de una mujer. Todo se fraguó bajo ese error y tenía que
fracasar. EUA fue casi un azar, pero para entonces ya casi todos mis amigos
cercanos, los de Muerta ciudad viva,
emigraban al norte. Los seguí y no me arrepiento. Pero, como en la relación con
Pablo, es como si nunca hubiera salido. Vivo allí y aquí al mismo tiempo. Se
puede ver en mis escritos. Fuera de la nostalgia.
Odio decir que es una pregunta obligada, pero
he de soltártela sí o sí, ya me perdonarás: ¿cómo ha afectado a tu vida y a la
de tus cercanos la sorprendente -o no tanto- llegada al poder de Trump?
Para la
ira. En términos legales para nada. Pero sí ha afectado a muchísima gente sin
papeles. Ha metido un miedo que no existía. Y tiende a empeorar. El tipo se me
ha convertido casi en una obsesión. He de verlo caer, así el daño que causó sea
irreversible en el país. Después de él no será lo mismo.
Concluyamos recordando de nuevo a Juan
Goytisolo. Y es que seguro que estaría absolutamente de acuerdo con una
declaración tuya en cierta entrevista. Cito: «El escritor que escribe por
la fama es un fracaso que no excederá su vida. El cementerio literario está
plagado de pavos reales de los que nadie se acuerda. […] No se escribe por
gloria; se lo hace por amor y por dolor». Tú mantienes, aparte de tu blog
personal, Le Coq en Fer, el blog Sugiero Leer (recientemente han alcanzado el millón
de visitas, hay que felicitarte por ello), por lo que estás muy al tanto de lo
que se está cociendo en la actualidad en materia literaria. En una época en la
que estos recalcitrantes pavos reales copan los escaparates y las mesas de
novedades de las librerías, ¿mantienes alguna esperanza de que un escritor de verdad sitúe su obra en esos
privilegiados espacios destinados en ellas a los simplemente mediáticos?
No sé, Emilio,
soy pesimista al respecto. El status quo es poderoso, incluso el literario. Por
eso soy tan afecto a las redes sociales, porque democratizaron la cosa. A lo
que importa, a que te lean. Dónde es pregunta superflua. De todos modos no se
vive de esto.
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Entrevista
publicada en EL SALTO, 05/2018
Fotografía: Ligia Ferragutti
Fotografía: Ligia Ferragutti
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