Claudio Ferrufino-Coqueugniot
Tetas, nada más
lindo que las tetas. Que la vida nos amamante por siempre y para siempre.
Sostenes negros, imágenes del tiempo que miente, porque lo que fue entonces no
es más. Retrovisión. Retrospectiva. Cuadros que se suceden según los acordes de
Mussorgsky. Los amigos escriben, protestan. Ladran los escritores para que
Sancho los oiga.
Calma. Me piden
calma. Sin calmantes. No químicos ni caricias. Arréglatelas solo. A las dos de
la mañana paso por la ventana de un amigo. Está siempre con luz, la amarilla
esa de los barbitúricos. A ratos cuelga su esposa del balcón como trapo sucio.
Voluminoso trapo, diría, a pesar de que la noche no deja ver bien los
contornos. Entro al edificio. Cuatro puertas a la izquierda, cuatro a la
derecha. En esta cárcel no se animan ni las cucarachas.
Dejo, salgo.
Llovizna en la medianoche de un barrio obrero de la ciudad de Denver. Oscuridad
plena. Hay ahorro de energía. Nadie camina, además. La esposa del amigo ya no
cuelga de la ventana. Cayó entre zarzas de flores rojas, decorada con pétalos
de manzanos en flor blanca que es época.
Añoro un desnudo.
El cuadro de la noche de color monótono no lo entrega. Estamos lejos del
centro, donde añejos faroles iluminan de cuando en cuando un par de putas
negras.
Compro un café.
Negro también. Color de puta. Escupo al pasar la policía. Si me preguntan por
qué diré que me extrajeron la muela, la última del juicio cuando cerca ando de
perderlo todo. Se van y vuelvo a escupir.
Tetas.
Tetas parecidas a
anteojos. Las modelo en la sombra, sin razonamiento físico. Llegan las cinco.
Hay automóviles en velocidad a la oficina. Paro, discurseo un poco con un
modesto y divertido mexicano. Abro el New York Times y lo cierro de inmediato.
Dicen que la tristeza es malestar. Intento combatirla con carne de membrillo.
2018
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