Claudio
Ferrufino-Coqueugniot
Uno debiera tener
derecho, como descendiente, de quejarse a algún organismo gubernamental para
frenar la parodia de los días patrios. Iba a escribir sobre la claudicación
definitiva de Donald Trump hacia su amo, Putin; incluso apilé ciertos
documentos para protestar el poco interés que se presenta en Bolivia en cuanto
al deshielo de sus glaciares. Pero no, una foto de los mandamases de palacio,
acompañados por algún ministrillo y por Revilla y Cia. me hizo cambiar de
opinión.
Recurrí a las
gafas porque por un instante me parecieron septuagenarios atletas olímpicos
rememorando las llamas de la juventud que no de los juegos y me equivoqué. Acá
estaba un grupo masculino, con dos escoltas del otro sexo, cargando teas
horribles y bastante ajustados en los ternos que los sastres les prepararon tal
vez con ánimo adelgazador.
Pienso en mi
antepasado, el ahorcado, y el grupo victimado por la furia de España, e imagino
que no se sentiría honrado con esta pléyade de notabilísimos tartufos, unos
entonando el himno, otros creo silbando, los más distraídos pensando en la
cuenta bancaria y tal vez alguno con real fervor patriótico. Pedro Domingo
Murillo supongo que invocaría a Cristo, el del látigo no el de la cruz, para
desalojarlos de los predios guardados para su memoria. Placer intenso, ese del
Cristo, de aporrear fariseos. No era tan pacífico el hombre, no tan pacifista
sino más bien pacificador.
¿Necesitan héroes
los pueblos? Y sí. Recuerdo, no lo imagino, en los tempranos años de la
emigración, a los griegos de la capital norteamericana. Sin el peso homérico, o
las hazañas de Platea y Termópilas, dudaría que se hablase de la misma gente.
Unos eran comerciantes sudados, avarientos y sucios, y otros los multifacéticos
centauros de una historia mítica. En su descargo diré que los anarquistas de
Salónica que conocí en París diferían de ambos, aunque la férrea mirada oscura
invocara más a Patroclo que al tendero de la esquina.
Pues los
portadores de teas de palacio caminan más cerca del abarrotero que de los
magníficos colgados del julio paceño. No es extraño, la heroicidad muere con el
progreso; la anonimidad cubre los intersticios por donde pasa la luz. Nos
hacemos mediocres, gregarios, especies. Los individuos pregonan en mar abierto
mientras los peces no sirven de interlocutores.
La izquierda
latinoamericana hoy tiene tanto aire de comedia como la de los apparatchik del
comunismo pre 92. Y la derecha, del franquismo de pequeños sargentos gordos
como toneles. Qué soledad la de los héroes. No solo perdieron la vida, el
almuerzo del día, el lecho con la mujer o con la amante, la chicha, el olor del
molle, el silbido del sauce y la ensalada de ceibos rojos y para nada, para que
doscientos años después la historia asome con minúsculos párvulos, aunque ya
semibarbados, dedicados sobre todo al contrabando, el narco, la venta de
pasaportes y el anticucho. La revolución se decantó, claro, hasta el vino
convertirse en agua.
Al nazareno que
manejaba diestramente el chicote y sabía buscar las costillas de los
comerciantes para dar donde duele más, lo han transformado en angelical. A los
nuestros, y a tanto hombre bragado que sucumbió por lo que creía, los metieron
en montón al panteón del olvido. Más fácil acumularlos por docena y venderlos a
precio de naranja. La tea de Murillo se apagó ya, hace mucho, como perecen los
amores al volverse mustios. Quedan los capangas, la chusma idolatrada y
ladrona, cubriendo el sitio en donde hubo gloria. Me pregunto si Falsuri sería
posible con gente tal. No, por supuesto que no, estos están llamados a
confirmar la historia de la debacle, la de las pérdidas irreparables y las
fugas millonarias. Protesto en nombre de aquellos.
16/07/18
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Publicado en EL DÍA (Santa Cruz de la Sierra), 17/07/2018
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