Decía Henry
Miller “Es posible que nuestra prosa no se recobre jamás de lo que le ha hecho
Jack Kerouac”. Lo primero que se me ocurre tras leer la impresionante Muerta ciudad viva de Claudio
Ferrufino-Coqueugniot es plagiar a Miller cambiando el nombre del canadiense
por el boliviano. Alucinante y alucinada odisea ebria y urbana, esta novela
supura un talento tan demoledor como difícilmente equiparable. Tal vez
precisamente haya que acudir a Miller o a Kerouac, autores próximos (deduzco) a
Ferrufino-Coqueugniot, pero sería más bien como tabla de salvación de quien
escribe esta reseña y busca aferrarse a algo conocido. Algo que otorgue cierta
sensación de solidez para no naufragar a la hora de decir algo que pueda estar
a la altura.
Como lo prometido
es duda me lanzo a tratar de juntar unas cuantas palabras que pretendan no
sonar ridículas ante la grandeza literaria de Muerta ciudad viva. Y para ello debo hacerlo desde la honestidad
más brutal, desde la posición (privilegiada) desde la que leí el libro. Con
esto quiero decir que soy un lector occidental leyendo una novela sobre
Cochabamba, sobre Bolivia (una novela que es Cochabamba, que es Bolivia) que
jamás ha pisado Latinoamérica. Lo cual me confiere distancia objetiva, pero
sobre todo profunda ignorancia. Todo esto viene a cuento porque mi primera
impresión al leer estas páginas fue la de asistir a una suerte de distopía
apócrifa (si es posible la paradoja o redundancia). La Cochabamba descrita por
el protagonista sin nombre de Muerta
ciudad viva se me antoja a veces una ciudad postapocalíptica de calles
fantasmales. Un Sarajevo ignoto, un reverso oscuro de Macondo. Una muerta
ciudad viva. Por momentos (muchos) Ferrufino-Coqueugniot me recuerda al Cormac
McCarthy de aquella otra obra maestra llamada Meridiano de sangre. Cambien aquí las pistolas por jarras de chicha
y la lúgubre solemnidad por sanas pinceladas de socarronería y corrosivo humor.
Pinceladas
sutiles eso sí, porque en este libro no hay aliento ni respiro. Asistimos a la
desenfrenada y ¿suicida? epopeya del protagonista entre el trago (cuanto peor,
mejor) el sexo, las borracheras, el
barro, la mierda (mucha) la violencia etílica, los compañeros etílicos, el sexo
etílico y el trago etílico (?). No hay aliento (tal vez un resquicio extraño de
tal al final) ni moralina, ni mensaje absurdamente redentorio o exculpatorio. Y
se agradece, se agradece muchísimo este gesto despiadado y sincero del autor.
Claudio Ferrufino-Coqueugniot escribe con prosa tremendamente gloriosa e
implacable. Como un corresponsal (de los de antes) del infierno, pero un
infierno mundano, íntimo y por ello universal. El infierno de andar por casa,
de una casa como Cochabamba (dicen). En Muerta
ciudad viva no hay juicio, hay hechos, hay vida y muerte y poesía y mierda
(mucha). No estamos tan lejos entonces.
En Muerta ciudad viva hay también denuncia
social, pero plasmada desde la elegancia y naturalidad ajena al panfleto. Como
la parte de las custodias de los niños que es dura y tierna e hilarante a la
vez. Hay amor (bien o mal, juzguen si quieren ustedes) entendido como sexo y
viceversa, porque cada una de las mujeres que ama el protagonista son descritas
con una corporeidad (no solo literal) casi imposibles de encontrar en los
planos personajes a los que (otros) nos (mal) acostumbran. Hablando de
personajes, el de la madre del protagonista merece una novela propia. Y hay,
sobre todo, una excelsa apuesta por la forma y estructura que baila siempre a
favor del fondo. Dicha forma, deslavazada a propósito, caótica en cuanto a
tiempos, lugares y personas del narrador, se me antojan la única (excelsa)
manera de contar esta historia.
Llego a la orilla
tras intentar mantener la dignidad en las olas-palabras de esta reseña. Si
naufragué le echo con satisfacción la culpa a ese escritor colosal que es
Claudio Ferrufino-Coqueugniot.
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Publicado en PUÑO Y LETRA (Correo del Sur/Sucre), 02/07/2018
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