Claudio
Ferrufino-Coqueugniot
Ni cuando
murieron mis padres me llevaron apoyado en brazos. Ahora, con el roto peroné,
me cuidan en el hielo, mi barba blanca se hace más. Ottis Redding suena en el
tocadiscos. El piso de madera muestra migas de pan. Había, no hace mucho, un
ratón y lo maté. Eliminé la única compañía del invierno y el hueso quebrado.
Laura
preparó un caldo de pollo para mí. Hijas, hermanas, amigos, todos se desviven
por comprar cosas, distraerme, acompañarme. Tatiana dice que cuando me cure
podemos bailar. Si me atacan ahora, me matan. Por eso ni llave he puesto; la
puerta dejo abierta pero tarda el tiempo de los asesinos.
Salí con mi
hija menor, a ver su nueva casa en una colina de Denver desde la que se ve el
centro. La vida pasó. Me llevaron una silla y me senté como abuelo a observar.
Casi una canción de Cafrune: el tata está viejo. Presagios, todavía no realidades.
Accidentes, no sentencias. Todavía.
La vida me
obliga a distraer el tiempo con escritura. A continuar la novela que sucede en
un río al sur, donde los hombres deambulan entre el hielo y el meco.
Bob Dylan canta a Ramona. And someday, maybe, Who knows,
baby, I'll come and be cryin' to you. Esta nostalgia se arrastra igual al ron, con pendencia y con pena. Alma
en pena. Fantasma, espectro. Las calaveras cargan niños a la pila del bautismo.
Remueven la sábana que cubre el rostro: el niño de la calavera está muerto.
Lloran las lloronas, plañen las plañideras. Canta Leonardo Favio, se burla Hans
Holbein, se suicida Bosch. Who knows, baby. Anna, quién sabe, tal vez, quizá,
si Sumy despierta luego de la explosión atómica, si por el camino rural corre
el perro de tus padres y orina sobre un sucio cartel de Stalin.
El hielo
cruje si lo ajustan los pasos. Parece diamante. Leo poemas de Agostinho Neto.
Hay diamantes en Angola; hielo frente a mi casa. Los hombres trafican hielo en
la frontera, cargan a los niños con bultos pesados de whisky Cutty Sark. Alma
de los marineros. El pintor Turner frente al mar, pintando borrascas mientras
fornica. El genio tiene verga y la verga lleva alma. Falta corazón. Corazón,
corazón, dice Pedro Vargas en el bolero. Invade la música. Viene la tormenta
del invierno con cánticos, suplicios medievales, el hueso al romperse suena
como una nuez, similar a un huevo presto a ser mezclado con cecina. Hay seis
sillas. Cinco vacías. Treinta vasos y veintinueve sin beber. Se rompe el vaso y
sale la sangre color de carmenere, o más liviana, de pinot noir. Se escurren
seis litros y traen palidez, la blanca sombra del mediodía, donde no se puede
ver de frente al sol. Ceguera. Los políticos eructan. Caen aviones, vuelan
misiles. Quiero estar desprotegido pero me da pereza remover el techo. Saldré
al mundo destruido ya, con una pierna; entonces no necesitaré dos.
Podemos
bailar. Claro que sí. Nunca dejé de bailar. Y nunca aprendí a bailar lento, uno
dos, uno, dos. Apenas aprendo a caminar, balbucean los pies, extrañan las
garras del antepasado, la cola del mono. Cuán pobres nos hemos vuelto, en qué
nos convertimos. Recurro a mis gramos neandertales y llego arrastrado a la cama
buscando unos pies, uñas pintadas de rojo, medias inglesas de lunares negros.
Suponen que
Francine falleció. La vi saltar, treinta y tres años atrás por el balcón. No
quedó rastro de su cuerpo. Algo de concreto roto y perfume. Voló. Los fascistas
acicalaban los fusiles y caminé entre ellos casi ebrio. La baba producía humo,
ácido de perro rabioso. Me frotaron con ramas de molle, como a perol de
chicharrón, y disimulé que me había puesto feliz. Desaparecí en aviones, para
siempre, nunca más vieron si sonreía o hacía muecas, si me había vestido de
dandy o de arlequín.
14/02/20
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Imagen: Gino Severini/Arlequín músico
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