ÁLVARO VÁSQUEZ
Algunos
cuentos o textos cortos (como columnas de opinión) suelen ser publicados en más
de un libro y/o medio de comunicación. Los buenos cuentos pueden ser incluidos
en alguna antología, luego de su publicación original. Ciertos blogs también
les brindan espacio, así que uno puede encontrarse con esos textos en más de un
libro o espacio virtual.
Normalmente,
cuando reconozco uno de esos trabajos, por haberlo leído ya antes, paso al
siguiente texto, al menos si el recuerdo permanece fresco en cuanto al
contenido.
Sin
embargo, cuando se trata de textos firmados por Claudio Ferrufino-Coqueugniot,
eso no sucede. Lo tengo de contacto en redes sociales, sigo sus blogs y alguna
vez chateamos por whatsapp, donde también publica enlaces a sus
publicaciones, pero no recuerdo haber pasado por alguno de sus textos pensando
“ya lo leí”. Nunca.
No sé bien
cómo explicarlo, pero los textos de Claudio — en cuanto a la forma en que son
“consumidos” — se parecen más a la música que a textos escritos. El oído tiende
a ser perezoso una vez identificada una melodía que le resulta agradable, pues
escuchamos la canción recién descubierta (o desempolvada de una época más
feliz) una y otra vez. La vista, por otra parte, suele ser más inquieta. Una
vez vista una película, por ejemplo, es muy difícil que se la vuelva a ver dos
o tres veces más en el mismo día, y eso suele ocurrir también con los textos a
los que se suele abandonar al menos por un tiempo, antes de una eventual
relectura.
Quizás los
escritos de Claudio estén hilvanados sobre un pentagrama invisible, que les
confiere una cierta musicalidad que tampoco es evidente en la lectura, pero que
les permite ser apreciados una y otra vez, como si de agradables melodías se
tratasen. O tal vez las tantas referencias musicales que se encuentran en los
trabajos de este autor contagien a sus letras esa manera sutil de deslizarse
hasta nuestro yo más íntimo, a ese lugar donde habitan nuestras ilusiones
(rotas o no), nuestros miedos y esperanzas, como solo la música puede hacerlo.
En alguna
entrevista, este autor comentaba que escribe siempre con música de fondo, y que
creía que esas melodías marcaban, de alguna manera, el ritmo de su escritura.
Recuerdo que mencionaba que “El señor don Rómulo” habría sido parido a ritmo de
cueca. Quizás esta sea la razón de que sus textos se lean — y se recuerden —
como si de compases musicales se tratasen.
Hace poco
leí un artículo de Claudio: “Romance para violín №2 Opus 50”, un texto brutal,
cuya lectura te mantiene en tensión permanente del primer al último párrafo. Al
terminar la lectura, el gesto automático fue volver al principio y volverlo a
leer, completo. Y lo leí nuevamente, ya otro día. Llamarlo adictivo, no sería
nada exagerado.
Al escribir
estas líneas, recordé un par de comentarios de sus textos antiguos. En uno,
recordando a The Beatles, Claudio se imaginaba formando parte de
la Banda de los corazones solitarios del Sargento
Pepper. En ella, se ve a sí mismo tocando el trombón. En el otro, confiesa
un sueño hasta entonces oculto (e irónicamente compartido por el suscrito), ser
platillero en una banda boliviana.
Imposible
negar la influencia musical en la obra de este gran escritor.
Ayer
terminé de leer “Ecléctica”, el último de los libros de Claudio que me faltaba,
de todos los que se hallan publicados y pueden ser encontrados en librerías.
Quedo a la espera de que la editorial a cargo de publicar sus “Obras completas”
cumpla con su parte, para seguir leyéndolo/releyéndolo. Porque textos ya leídos
en una pantalla, y encontrados en sus libros luego, son y serán siempre
releídos, como lo serán los que ya leí en alguna parte y se publiquen
nuevamente.
Y es que
cada relectura parece abrir una nueva puerta, mostrar una nueva vía, a través
de un mención literaria, musical o cinematográfica. Textos con decenas de
puertas abiertas a nuevas lecturas u otras fuentes de conocimientos. El autor
muestra una erudición callada, humilde, pero contundente. En una de sus
columnas de opinión decía: “Admiro la veracidad, incluso su invención, de la
incansable búsqueda del conocimiento que hace Gurdjieff. Es un trazo que sin
ninguna guía he seguido siempre”, refiriéndose a la labor del escritor y
compositor ruso. Sin lugar a dudas, Claudio acumuló conocimiento de muchos
libros y algunas aulas, pero me animo a asegurar que el conocimiento que
rezuman sus textos se obtuvo sobre todo de caminos y kilómetros recorridos, de
experiencias, de zapatos gastados, de ciudades caminadas, de amores y desamores
disfrutados y sufridos por igual, ambos; de música cantada sobre el disco
mientras conducía (a veces una hermosa canción es un castigo, escribió)
para alivianar viajes que son al mismo tiempo búsqueda y huida; de risas y
lágrimas, de noches en vela, de soledades que marcan… de vida vivida, al fin.
No hay
primera sin segunda, se dice al terminar la primera estrofa de las cuecas, en un claro
reclamo a que la música continúe. El mismo reclamo nace ante una primera
lectura de los textos de Claudio.
Los de
Palacagüina, al
iniciar la segunda estrofa de “Son tus perjúmenes, mujer” añaden que la
tercera es la vencida, para terminar diciendo que a la cuarta… ni
los bueyes.
Cualquier
texto de Claudio merece la segundita. En mi caso, muchos
tuvieron la tercera, y aunque no me considero buey (en
Nicaragua, tonto), seguro que varios llegaron a la cuarta que
menciona el grupo nica… y vamos contando.
Alguna vez
leí que todo hombre merece una segunda cita, y todo libro, una segunda
lectura. Quisiera merecer segundas citas, por supuesto, aunque honestamente
no creo que todos los libros merezcan una segunda lectura… salvo que los firme
Claudio Ferrufino-Coqueugniot, claro.
_____
De MEDIUM.COM,
blog del autor, 05/09/2022
Imagen:
Caricatura de ALIAGA
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