Claudio Ferrufino-Coqueugniot
Se dice en la familia que aquel cuyo nombre se ubica en uno de los cuatro
lados de la columna del cóndor de la plaza principal, entre los héroes
cochabambinos, Manuel Ignacio Ferrufino, nació en Tarata. En la galería de
notables de este antiguo pueblo-ciudad está su retrato. Y en su rostro
puedo hallar rasgos de mi padre, del tío Hugo y de otros miembros familiares.
Tal vez aparezcan en mí, cuando los años me equiparen con sus años y la piel se
me caiga de a poco.
En la acera este de la plaza 14 de Septiembre, tapada por un carrito
de dulces, hay una placa que recuerda el lugar del fusilamiento de
Mariano Antezana. Ahí, no sé si precisamente en el metro exacto, pero sí
donde alguna vez se ubicó un restaurante llamado "El Horno",
ejecutaron a mi antepasado junto a él. El día anterior había sido sangre
de mujeres. En la colina, no lejos, Goyeneche embebió a sus soldados de
licor de hembras. La muerte, hembra también, no había tenido piedad
con sus hijas. Entre las muertas estaba Manuela Josefa Saavedra, esposa de
Manuel Ignacio. Aquel 1812, ella y su esposo se matrimoniaron bajo la luna
de miel que se había vuelto roja por orgullo de España. Manuel
Ignacio Ferrufino fue atrapado y fusilado el día posterior a la masacre.
El arequipeño se bañaba en sangre. Le habían dicho que así
conservaría la plenitud de sus virtudes, para siempre. En el Desaguadero
fue cruel con las tropas de Castelli; en Cochabamba creyó que cortando
cabezas mujeriles la piel se le pondría blanca. Ya no está la torre desde
donde miraba a la ciudad. En un lugar de la Chimba no queda rastro
de ella. Pero su diabólico fantasma aún hace sonar el catalejo que
lleva. Desde el fondo de las chicherías de largo patio se lo oye pasar
como reloj de metal. Dicen, decían los viejos, que ahí andaba Goyeneche
buscando su torre.
Lo duro es haber perdido el rastro de Manuel Ignacio y de su esposa.
Lo terroso de la muerte pone demasiada oscuridad sobre su recuerdo.
Después aparece una hermosa mujer, hija suya, la "sin par Anita”, que
fue esposa del desgraciado Pedro Blanco, presidente de días. A ella la había
marcado la tragedia de los antecesores, como me marca a mí, a pesar de que
me oculto en las grandes ciudades de la modernidad y nadie sabe dónde
vivo. Tengo detrás el espectro del arequipeño, cargado de sables y balas
para asesinarme.
Pero no podemos borrar el pasado. Debemos aceptar que la distancia
temporal de los hombres es sólo nominal. Cuando lo trágico ha sentado sus
bases en un lugar, la historia desaparece; todo se reduce a un cambio de
escenario y de actores. Ni los brujos de Coña Coña que absorben el oscuro
mal de nuestras cabezas y lo mezclan con alcohol y coca y corren a la
noche afuera para botarlo a un agujero del que ya no salga más, podrán
evitarlo.
Son las siete de la mañana, diciembre del 96. El oráculo chino, a
principios de año, me había predicho meses de impresionante triunfo.
Sugirió un tiempo feliz. Pero ahora estoy tan triste y tan solo como los
judíos que cantan su diáspora sin fin en el tocadiscos. Quizá ellos
me entenderían, desde la penumbra del lodo ruso, desde donde los
acosan sus innombrables fantasmas, Dios entre ellos, que me alcanzaron,
por otro lado, también.
Hablaba de Manuel Ignacio y termino hablando de mí. No es
casualidad, lo único que hicimos fue cambiarnos de traje en un teatro sin
término. El Tambor Mayor Vargas, soldado de republiqueta, sin mencionar su
nombre, habla de él. Y cuando lo hace, montado y huido a diario, siento
que a donde vaya me perseguirán estas muertes, los eucaliptos
de Ayopaya, la desolación de Falsuri, los lanceados, apedreados,
decapitados. Quizá tenga que pedir a España la razón de mi tristeza, el
origen de mis sangres que me hacen ser uno a cada instante, uno diferente
cada día. Y yo sin saberlo, aprendiéndolo cuando ya algo malo ha sucedido.
Y repitiendo los supuestos errores de todas mis razas otra vez.
Entre los héroes paternos hay un grande ahorcado: Pedro Domingo
Murillo. Mi abuela, Neptalí Murillo, descendía directamente de él, de la
rama de Gregorio Murillo Gáez, lancero en Ingavi. Una muerte más que se agolpa en los
estantes de la memoria.
La historia ha trillado el relato demasiado, la historia decora.
Nadie nos pregunta a nosotros, dueños de su sangre, cómo vemos el asunto.
Responderíamos que no lo vemos, en realidad, sino que lo sentimos, pero no
como la gloria que nos eleva por sobre los demás, un rasgo distintivo que
nos hace más valientes o más audaces; vive en nosotros igual a un
homúnculo kafkiano que observa el exterior desde su torre enrejada. La
sangre de nuestros personales héroes martirizados pugna por salir de
nosotros como un Golem, por huir y desmantelar la vida que ha permitido, y
permite, habitar la tierra con violencia. No perdura el héroe, en sus
hijos, pleno de sangre rebelde. Vive, sí, pero con la tristeza del que ha
visto en carne propia lo insulso de la muerte.
Y la certeza del absurdo que significa matar o ser muertos, de que
jamás podremos sentarnos entre todos a conversar, nos obliga a nosotros,
hijos o nietos de héroes, a buscar una sombra donde no puedan
encontrarnos, donde no quieran que del fondo de nuestro corazón reavivemos
la intensidad, lucidez y valor de los viejos, queridos muertos.
diciembre 1996
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Publicado en Los Tiempos (Cochabamba),
diciembre 1996
Publicado en La Guirnalda Polar
(Canadá)
Imagen: Pedro Domingo Murillo
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