Claudio Ferrufino-Coqueugniot
¿Cómo
empezar? ¿Con Mór Jókai o Ferenc Molnár?
“(…) qué resplandor de tu infinita Hungría (…)”, escribía Jorge Luis Borges a
su primer poeta. Aquello que es pequeño ahora fue reino invencible ante la
Horda, imperio, tierra por la que pasearon los mejores y más tristes poetas y
pintores.
En Otras historias (1987)
hablaba yo sobre el destino de esa región, vórtice, torbellino de Europa, tan
cercana a ella y tan distinta a la vez:
“Este es el fin del mundo y el principio del mundo. El Oriente y el
Occidente. La espada y el degollado. Este es el principio y el fin de presente
y pasado. De aquí vienen y van la luna y el sol. Acá la historia ha depositado
sus versos y excrementado también. Este es el principio final y el fin inicial.
De aquí para allá no hay nada. De aquí para el otro lado, tampoco. Yo soy la
línea que corta las esperanzas porque todo está en mí.
Río Tisza, año 900”
Río Tisza, la puszta, colores cremas, pastel, de Debrecen. Bajando de los
Cárpatos de Uzhhorod en la Ucrania libre hasta allí. Hemos conversado del poeta
nacional contigo, de Sándor Petőfi, de Petőfi Sándor como ponen ustedes.
Incluso me enviaste una antología desde tu oficina en Budapest, junto a fotos,
revistas antiguas, postales, exlibris, desnuda tú ante un sol que resaltaba la
verde puerta de tu casa. Desnuda mientras llovía en la ventana de Aurora y te
pedía silencio porque la vecina francesa pasaba el día persignándose. Con
capote militar bajo la lluvia. No sabes que te observo, quitas la capucha y
mojas el cabello rojo. Inauguremos un bar en Bolivia, sugerías, todo el mundo
querrá venir a beber a la taberna de la húngara pelirroja. Tenías razón,
supongo; otra hubiese sido la historia. Pero el ajedrez de las mujeres difiere
del de los hombres y en Brasil se tejía un enroque que daría fin con mi reina y
demás nimiedades de frágil feudo. De nada sirvió que pusieras tu figura sobre
mis hombros, delante de un awayo de Candelaria, ni tu cuerpo sin ropa corriendo
en kayak sobre la superficie del lago Balaton. Abrimos el pequeño libro de una
poeta rumana que trajiste en la maleta, más cerca de mí el rumano que de ti y tu
difícil lengua.
En el bar Elephant de Lakewood bebes cocktail de fruta de la pasión, y
comemos deliciosas alitas picantes de pollo más tarde en el Hooters de la
avenida Parker. Nos acompañaba Alicia. Por la noche te amaba y a las diez iba a
trabajar. Volvía a las cinco y te amaba y amor de desayuno, tostadas y jamón.
Presagiaba invierno siendo otoño. Tus pies no asustan a las funerales punu de
las paredes de casa, son perfectos, fetiches; quiero hacerte el amor con
sandalias porque ellas destacarán tus dedos. Mientras tú cierras los párpados
yo analizo el contraste del cuero con la carne, oficio de fallido talabartero.
A eso le sumamos Rilke y Liszt, preludios dentro de ti, teclas que anteceden la
muerte, dentro, muy dentro, casi tocándote el corazón, brisa fría de la montaña
en forma de herradura. Los vampiros son húngaros, anotaba Montague Summers;
tengo las mismas ansias de los espectros de la noche, nosferatus mis dientes en
tu cuello albo, desfilan mis muslos a ritmo de la marcha de Rákóczi, marciales,
trompetales, bombonales, tamboriles, musicantes.
Deseas leerme a Petőfi pero prefiero a Andrés Ady, Ady Endre. No tienes
un escrito a mano y sin embargo musitas: “Por París pasó ayer Otoño/Por Saint-Michel se
deslizó en silencio/en el calor
sofocante bajo hojas mudas, y se
encontró conmigo”. Lo contrapongo a César Vallejo a quien desconoces. Hablamos
de París, el académico tuyo, el de repartidores árabes y africanos el mío. Del
Louvre expuesto a ti y a multitud de sabihondos y para mí la Victoria de Samotracia. Lindo sería
París entre los dos pero nunca; nos queda Belgrado y rosas rojas en ofrenda; queda
hablar de Egipto, razón de tu tesis, y de los rom, tu estudio posterior. Un
carromato gitano atraviesa las cortinas y tropieza con tus entreabiertos labios.
Grita el urogallo con sonido de motocicleta de maltrecha carburación.
Abro una botella de sangre de toro de Eger, tinto de Hungría, para festejar
la cópula. Preparas gulash, he traído carne ya trozada del mercado. Un día
tendremos tokay, prometo, sabiendo que no cumpliré porque te vas y este avión
es el del fin del mundo. La paprika en tus dedos semeja minúsculas gotas de
lava sobre nieve.
Novela de la llanura, La rosa
amarilla, de Mauricio Jokay. No primera lectura pero de las iniciales. La calle
Paal, de Molnár, grabada en la memoria. Pasa que cuando visito una ciudad me
viene en mente lo leído acerca de ella. Y no podía, en Les Halles, separar la
capital de Francia de la revolución de 1832 en Víctor Hugo. De aquello no hay
rastros. Divago hasta que viene un grupo de senegaleses, creyéndome árabe, y me
insultan y desalojan de mi asiento de la estación del metro. Cómo me encantaría
tirarlos a las vías, prurito de cocinero; no lo hago, la cena ya se sirvió y
suerte tienen estos de no ser parte del guiso. Estupidez regida por el poder.
Hungría en el adiós amatorio de Andrés Ady. Flores, llanto y camelias.
Eso y también los condenados claroscuros de Béla Tarr. Miré sus filmes a solas,
abandonado porque el abandono es anhelado momento de peculiar riqueza. Los
zíngaros tocan Bagatelle, cubierta la
testa con bandanas casi de motociclistas.
Los vampiros vienen de Hungría, repite el oscuro fraile Montague Summers,
nadie como él para descifrar aullidos de hombres-lobo o explicar por qué los
campesinos allí esconden estacas de madera entre sus ropas, por qué vigilan
durante días los enterramientos de sus congéneres, por qué escudriñan desde la
sombra a sus hijos dormidos en la cuna. El mal se esconde cerca. Yo te observaba,
Daniela, preocupado por si el erudito clérigo inglés tenía razón. No viniste
hacia Amberes en navío de ratas blancas. Llegaste a Denver en avión noruego y
parecías normal y sonriente. Cuando tu ropa cayó, estruendo silencioso, olvidé
erudiciones y estudios, quité mis botas de obrero y descendí al infierno de tu
boquita pintada. Si marcaste mi piel con colmillos no importó entonces; no
importa ahora. Te imagino apacible en brazos de tu esposo. Fuimos la lluvia,
qué más pudimos ser.
Egipto. Hiciste tu doctorado. Contaste de Murad Bey y de Abukir. En tu
honor compré un voluminoso libro de ilustraciones de Taschen acerca de lo
secuestrado por los franceses con Napoleón. Me regalaste en downtown algo de
Sándor Márai. Volumen perdido. Corría el año 2008 y los dados se lanzaban de
costado, eludiendo adrede que estuviera alerta de lo que se avecinaba. Te
despedí, promesas más que maletas, un bikini, un librito mío dedicado. Tu avión
partió. Te llamé al día siguiente. Por años nos comunicamos en morse, punto
raya. El perro Marco dormía al lado de la puerta de vidrio que daba al patio.
En la noche, gente sin rostro arrastraba una ballena por la puszta.
13/11/2023
_____
Imagen: Kati Horna, 1962
Bello texto, Maestro.
ReplyDeleteMagnífico.
ReplyDelete