Claudio Ferrufino-Coqueugniot
Detuve el auto en un Church, cadena de pollo frito que prepara esta carne a la mejor manera del sur negro, en versiones picante u original, reemplazando, por algo estamos globalizados, el chile cayenne por el jalapeño, de Cayena a Jalapa, largo trecho.
Detuve el auto en un Church, cadena de pollo frito que prepara esta carne a la mejor manera del sur negro, en versiones picante u original, reemplazando, por algo estamos globalizados, el chile cayenne por el jalapeño, de Cayena a Jalapa, largo trecho.
Acomodé el Isuzu
en el parqueo. Isuzus eran los camiones cuyas luces se veían de casa subiendo
la cuesta de Liriuni hacia Morochata e Independencia, cargados de gente,
enseres y animales. Este vehículo mío no es camión, ni ruge en las cuestas como
lo hacían aquellos. El tiempo ha cambiado y no solo en general sino también en
detalle: ayer había sol, hoy la nieve cae en copos grandes como vellones de
algodón, y los rarísimos linces de Colorado salen a la carretera para avanzar
mejor en sus cotos de caza.
Pedí dos
porciones acompañadas de puré de papas cubierto con salsa oscura. Delicioso. Y
otra de dirty rice, “arroz sucio”, compuesto de mollejas desmenuzadas y
mezcladas con el grano. Detesto, hay que decirlo, las mollejas, pero me
deleitan en este arroz que en verdad parece inmundo, como revolcado en barro,
pero aromático y sabroso.
Mirando por la
ventana recordé Washington D.C. y a mis amigos negros. Rosselle Houston cantaba
con voz profunda canciones de cárcel, de la chain gang, donde las largas
cadenas hermanaban a negros con blancos pobres, a los personajes de Leadbelly
con los de Faulkner. Sam Cooke inmortalizó el sonido de los encadenados. Lo
asesinaron el 64.
En Denver, y no
en D.C. donde conviví con los negros del Northeast, me inauguré con la “comida
del alma”, soul food, que consistía en el fatídico arroz sucio, puré de papas,
gravy, grits -de maíz blanco- junto a pollo o puerco, las carnes más baratas.
Igual que en el Brasil se iniciaron con los desechos: pescuezos, hocicos,
patas, orejas, crestas, para con el tiempo y la penosa modernidad alcanzada con
sangre, convertirse en chuletas, piernas, caderas y pechugas. Ahí aparezco yo,
a llenarme el alma de comida, recién llegado del sur más profundo, muchísimo
más lejos que el Bravo, y caer en una ciudad capital cuya multitud que me
deparó el destino venía de las Carolinas, de Texas y Georgia, cargados de
blues, boxeo y tanta alegría que me pregunté si no era tristeza.
Pedí a la
encargada mexicana dos jalapeno bombs. “¡Dos bombas!”, ordenó a su paisano. Me
dieron dos chiles grandes cubiertos de masa y rellenos de queso. No tan
picantes como para ser bombas, pero granadas sí, y volví al pensamiento inicial
de la vaporización de fronteras, no solo entre la Guyanne y México, sino en
general. Esta era comida negra, y las inmensas "trocas" que paraban traían negros
de todo matiz. Siempre come algo étnico, me digo, si ves a su propia gente
comprándolo.
Mediodía. Limpié
los dedos que guardaban la tinta del periódico leído en la mañana. No dejé otro
rastro que huesos. El pollo frito, a veces utilizado como insultativo contra
los afroamericanos, me supo bien. Pensé en William Faulkner, en Sherwood
Anderson, en Erskine Caldwell. Encendí el motor.
29/01/13
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Publicado en Séptimo Día (El Deber/Santa Cruz de la Sierra),
03/02/2013
Foto: Dirty Rice
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