Languidecían mis
pies y mis pestañas, hace casi dos años, al recorrer la Feria del Libro de
Cochabamba. Si bien no se puede negar que algunas iniciativas editoriales que
apuestan por el riesgo y la literatura de calidad proporcionaban al evento
cierto brillo del que carecía en campañas anteriores, refulgían en la mayoría
de stands gloriosas glosas de los parabienes gubernamentales, en dura pugna con
adecentadas renovaciones de la palabra divina. O sea, que poca literatura podía
uno encontrar, más allá de panfletos propagandísticos elucubrados en los hornos
de la maquinaria estatal, y esos otros orientados a ganar almas para la causa
celestial y réditos para sus representantes terrenales. Propaganda y religión,
o viceversa. O lo mismo, o sea.
Afortunadamente,
tras hacerme con algún que otro ejemplar de literatura de verdad, escuché por
megafonía que en una de las salas se presentaba la nueva obra de un tal Claudio
Ferrufino No Sé Qué, y que tal presentación corría a cargo de Ramón Rocha
Monroy. Fue entonces que recordé unas palabras del célebre Cronista de la
Ciudad de Cochabamba, publicadas en prensa días antes, elogiando la prosa de
Ferrufino como heredera de la del inapelable Henry Miller. Llegué tarde a la
presentación –lo lamento–, pero pude adquirir un ejemplar de Muerta
Ciudad Viva.
A este tipo de
eventos literarios –o mercantiles, vaya usted a saber–, solía uno darles el
toque de gracia en el bar más cercano, cotejando con compañeros y amigos la
calidad de las obras adquirida por cada uno de ellos. En Cochabamba todo es
distinto. Mi círculo íntimo no era muy asiduo a las letras; de hecho, lamento
decir que poca asiduidad a las letras descubría en la sociedad cochabambina, si
es que no sirven aquellas para proporcionarse relumbrón en eventos de mucho postín
y poca enjundia. Asimismo, en Cochabamba tampoco puede uno tomarse unas cañas
(cerveza de grifo servida en vaso bajo o estilizada copa) o un buen vino a
precios asequibles, y mucho menos pedir unas tapas para mantener ocupada la
mandíbula mientras el otro habla o expone. En Cochabamba se bebe, sí. También
se come, sí. Pero parece ser que a ambas actividades hay que dedicar cuerpo,
alma, víscera y velocidad, y no es de buen gusto el dilatar la duración de una
velada gastronómica con charlas amenas, chistes baratos y abrazos fraternos. En
Cochabamba, cuando se bebe, se pelea, y cuando se come, se devora. No sé si una
y otra cosa se relacionan. Pueda ser.
Ahora, antes de que la censura me impida seguir generalizando, insisto en que esto es lo que hago: generalizar. Y bien sabrá el lector atento que el que generaliza pierde razón. Dicho esto, y sorteando así (espero) la censura, insisto en lo anteriormente afirmado: en Cochabamba se lee poco. No entiendo, en caso contrario, el motivo por el que ninguno de aquellos de entre mis conocidos que, supuestamente, se entregaban al cultivo espiritual, la lectura, la música y demás artes activas, me había advertido en ningún momento de la existencia de Claudio Ferrufino-Coqueugniot. Puedo comprenderlo ahora, tal vez. Claudio es literato incómodo. Claudio no adoctrina desde sus páginas. Claudio no pretende erigirse en maestro de lectores. Claudio no se pliega a los dictados de los poderes establecidos. Claudio no ejercita con sus letras ese músculo disfuncional denominado pensamiento único. Claudio no transcribe conversaciones vía chat. Claudio escribe como debe hacerlo quien ama la palabra: mimándola, no como lo hace el vendedor de letras, el recolector de prebendas y aplausos de ida y vuelta. Tal vez ahí parte de su grandeza. Tal vez ahí parte del descrédito con que se le obvia o ningunea.
Pocas son las
ocasiones en que me siento molesto por el deambular de mi gato sobre el regazo
cuando intento leer. Iniciada la inmersión en Muerta Ciudad Viva,
tuve que abrir la puerta de casa para que la mascota sacase a pasear sus ganas
de hembra, pudiendo quedar yo en soledad, devorando página tras página aquel
tratado de pura vida que me mostraba la ciudad como nunca antes había podido
contemplarla. Entre mis manos un festejo de sístoles delicadas y bruscas
diástoles, una verbena de altitudes hembra y latitudes macho, un largo poema de
amor apocalíptico hacia unas calles y los personajes que las hicieron crecer.
Porque las personas no crecen en las ciudades, no, no lo crean: son estas las
que se desarrollan al ritmo impuesto por sus pobladores. Pero… ¿para qué
extenderme? Baste con repetir el título de esta cirugía literaria de alta
precisión: Muerta Ciudad Viva.
Abrumado. Sí, así
queda uno tras internarse en la jungla de vértigos verbales que exuda la pluma
de Claudio. Abrumado, repito, consumí jornadas de no desear nada más que seguir
leyendo y sintiendo y viviendo las aventuras de una ciudad en desarrollo que,
desde su mugre de muerte anunciada, erigía los vestigios de latidos y abrazos
ansiosos por poner de nuevo en pie su cartografía de escombro y hueso. Solo
quería leer, ya digo, seguir leyendo a Claudio. Comenzó, después, la loca
carrera de la desdicha: buscar más obras de su autoría por entre los estantes
de vacío y silencio de las librerías de Cochabamba. Ya lo dije antes: en
Cochabamba no se lee, y fue ardua tarea encontrar el resto de la bibliografía
de un autor que era ya, para mí, verdadero Cronista/Poeta de la ciudad. Porque
la crónica legítima de una urbe se edifica en sangre, semen y saliva que
nieguen la prebenda, el elogio o la obviedad aplaudida por los adalides del
negocio urgente y el hoy ya es mañana.
Me sumergí, pues,
en un torrente de prosa desmedida y juguetona en que las leyes gramaticales
dejan patente su necesidad de ser, como el resto de leyes de los hombres,
subvertidas y torturadas. Recordé en no pocas ocasiones el acierto de Rocha
Monroy: entre mis manos latía la epopeya prosística y vital de un Henry Miller
boliviano. Así es, doy fe. Más después de haber devorado el resto de obras de
Claudio a las que he podido tener acceso (salvo la popularmente polémica Diario
secreto… digo esto por si algún lector benévolo dispone de un ejemplar
que hacerme llegar). Como el autor norteamericano, el boliviano toma entre sus
manos la propia vida y comienza a revivirla sobre el papel de la única manera
posible: violándola y violentándola, forzándola, exagerándola hasta que sea más
real que la cierta, certificando la exactitud de la experiencia consumada,
reconciliando al lector con eso que llamamos vida. Ferrufino no escribe, como
no lo hacía Miller. Como el autor norteamericano, Ferrufino escupe, vomita,
orina, eyacula sobre la página para mayor goce del lector inquieto. Y, de paso,
descompone la gramática y nos enseña que se puede adjetivar con nombres y
nombrar con adjetivos, recompone la memoria para recordarnos que es
fragmentaria, disloca la naturaleza para enseñarnos que las personas se
cosifican, las cosas se animalizan y los animales se humanizan, devasta el
firmamento literario para bajarlo a la tierra y mostrarnos el origen divino del
hombre, sea este ratero, puto, alcohólico, mendicante o misionero, da igual,
todos caben, hay campo: todos están invitados a este gran festival de la
palabra y la sensación que es la prosa de Claudio Ferrufino-Coqueugniot, y
todos por igual se reflejan en sus páginas como espejos valleinclanescos.
He leído después que Ferrufino ha cultivado géneros dispares como la poesía, la novela, la crónica… ¡falso!: Ferrufino no cultiva géneros. Ferrufino, como Miller, como los grandes, es un género en sí mismo, y su literatura de flor y puñal germina páginas inmortales.
Coincidieron los
malos hados de la siniestra parca en el juego de ajedrez de los días, por
aquellas fechas, y los noticieros apuñalaron la mañana con la muerte de otro
poeta, otro bardo metropolitano, el trovador de NY. Había fallecido Lou Reed, y
mi teclado supuraba lágrimas que no encontraban desembocadura más viable que la
poco secreta sociedad de las redes sociales. Fue recién rubricada la última
palabra, lanzada la urgente glosa al ciberespacio, que me llegaron las palabras
del propio Claudio, congratulándose de las mías, devolviéndome las suyas,
descubriéndome que Lou Reed, ese yonqui de la Belleza, era droga para ambos. El
día que Claudio ensalzó al genio neoyorquino, un servidor hacía lo propio, y
ambos quedamos por siempre hermanados en la pérdida, mascullando la
consanguinidad de un latido común.
Al poco tiempo,
el autor expuso ante mí, en deliciosa autopsia, la grandeza de su persona, más
allá incluso de la de su genio, ofreciéndome el crear una obra literaria
conjunta. Pueden imaginar el vértigo que invadió a un servidor, al ser
elogiadas sus letras por ese mago andino que decidió exiliarse entre las nieves
y la laboriosidad de una Aurora estadounidense que poco tiene de amanecer.
Claudio reclamaba mi compañía en el desierto milagroso de la Literatura. Haber
rechazado la oferta hubiese sido lo más cauto, pero hay ofertas que uno no
puede rechazar, especialmente si vienen de este Padrino de las letras
bolivianas. Despacio, sin prisa pero sin pausa, disfrutando cada instante,
comenzamos a revivir la historia de dos ciudades muertas: Cochabamba, la cuna
de su talento, y Madrid, la madre de mis desgracias. Y durante meses hemos
gozado del proceso creativo, del ir y venir de misivas que cruzaban millas,
valles y cordilleras con su aleteo inconsciente de tipografía sensorial, de una
amistad insólita en los tiempos que corren, cimentada en la admiración sincera
y el cariño incuestionable.
Madrid-Cochabamba
(Cartografía del desastre) ya está en marcha. De a poco visitará la imprenta. Un servidor
ejerce, en sus páginas, de humilde escriba, de pretendido cronista de épocas,
daños, alegrías y espantos. Claudio Ferrufino-Coqueugniot regresa a las calles
de la urbe que mejor conoce y mejor le conoce, para ofrecernos otro fresco, de
dimensiones ciclópeas, de la energía que pulula las alcantarillas y los
adoquines de una Cochabamba que subsiste, no lo olviden, porque sus habitantes
le insuflan el soplo vital adecuado. Él se encarga, con sus letras, de
arrebatar al olvido dichas vidas.
Que en Cochabamba
no se lee, es solo una generalización que pretende sacudir la flojera de sus
habitantes. Pero es certeza inapelable que a Cochabamba, afortunadamente, se la
puede leer, gracias a la prosa de látigo y caricia de un tal Claudio
Ferrufino-Coqueugniot. Créanme.
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De Revista 88 GRADOS, La Paz, 10/2015
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