Tomo de partida
la imagen de un muchacho norteamericano de incierto y blanco origen. Podría ser
escocés, irlandés, inglés, escandinavo, germano, hasta lituano o polaco.
Cabello rubio con tintes rojizos, pecas que se pueden entrever entre múltiples
tatuajes que incluyen el nombre de un hijo, amado pero abandonado, el águila
patriótica y quién sabe qué. Trashuma por el
warehouse con un maletín de mano. Carece de vivienda. Hasta hace poco vivía
con su madre en un sucio apartamento de donde fueron expulsados por falta de
pago. Pobreza, mugre, alcoholismo, drogas, lista que bien podría incluir
incesto y abuso sexual. La madre duerme en el auto en algún descampado. A salto
de mata porque la vagancia, a pesar de su número, sigue siendo delito. El hijo
refugiándose en un ambiente de trabajadores, veinte o treinta horas despierto,
ocultándose en los urinarios para poder dormir, ajeno a todo, indiferente ante
el aire viciado de los lavabos, ganándose un dólar ayudando a uno, a otro,
comiendo las galletas que encuentra, los helados en forma de emparedados que no
le pertenecen, la infaltable soda.
Odia a Obama.
Quizá odia el éxito, y el de un negro, peor. Esperanza futura, ninguna. De
hecho está discapacitado por una pobre educación. El peso indescriptible y
fatal, tan común entre lo que denominan entre ellos rednecks y white trash
(cuellos rojos y basura blanca), de la enajenación en todo campo. Distantes de
Wall Street y de Hollywood, pero olvidados de la gran tradición sindical y trabajadora
que creó el país; amodorrados por una retórica chauvinista que recuerda la
grandeza alguna vez real y hoy ilusoria de un país construido con esfuerzo pero
también con hurto cuando tocamos el tema de su política internacional.
Trump apunta a
ellos, los que se consideran engañados por la patria, quienes a partir de la
lucha por los derechos civiles de los 60 se sienten relegados y discriminados
en relación a las minorías defendidas por leyes tan cruelmente ganadas. Es un
asunto económico emboscado tras maquillaje racial. Trump resalta el maquillaje
y luego discursea acerca del resultado económico de esta recuperación de raza,
nacional, blanca, “americana”. Primero está recuperar el campo perdido, a la
fuerza, con brutalidad, con un supuesto espíritu característico de la América
ideal; ello incluye la expulsión del Otro, que a la larga resulta el único
culpable. La misma cháchara nazi contra el judío, la fascista en contra del
pensamiento liberal. Ya libres de invasores, la situación se aclararía y los
Estados Unidos retornarían al Nirvana de los años 50, cuando el auge de la
victoria en la guerra mundial trajo una bonanza sin par. Lo que Trump no dice
es que esta presencia inmigrante se debe a aquello, al crecimiento del país que
necesitó mayor mano de obra para encarar sus inmensas posibilidades. No
menciona que la diversidad es característica de los imperios, que sin ese flujo
de los otros, se calcificaría la sociedad. Miente, entonces, porque sabe que su
grey está muy por debajo del nivel educativo medio, y que a pesar de
ofrecérsele un ambiente de trabajo en una supuesta victoria, estaría condenada
al fracaso. Sin la presencia ajena, estaríamos ante una monumental labor que
sus seguidores por sí solos no podrían controlar.
El muchacho
norteamericano del principio se ha aferrado a una falsa ancla salvadora. Trump
promete pero no podrá cumplir. Fuera de escaramuzas raciales que semejen algo
mayor, el panorama no sería tan diferente al de hoy. O la sociedad
norteamericana se adecúa y acepta las nuevas propuestas para sobrevivir o se
pierde. El hombre se me acerca y me sugiere que él, blanco, americano, cada vez
tiene menores opciones porque no habla español. Es una gran mentira y una gran
verdad al mismo tiempo. A digerirla, pues.
07/03/16
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Publicado en EL DÍA (Santa Cruz de la Sierra), 08/03/2016
Imagen: Caricatura por Pinilla
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