Aunque no se crea
hubo agua en Cochabamba, mucha. Cala Cala, en donde manaban vertientes que
corrían abajo y se canalizaban en acequias por donde los niños dejaban correr
ramas como armadas invisibles, era exuberante. Cala Cala, mala fama tenía el
barrio, de violadores y puñeteadores. Sería porque la ciudad apenas descubría
el velo de su pasado provincial, de pequeñas vendettas y largas siestas.
Verde de musgo,
roja de sangre. Cala Cala, palabra aymara que me dijeron qué significaba y lo
he olvidado.
Y Carnaval, la
letanía de esperar los carros cargados de gente para aporrearla con globos
infernales. La delicia de meter uno por un vidrio roto del colectivo de la
línea 3, y escuchar los gritos aterrorizados de los pasajeros. Casi un coche
bomba de Bagdad. Locura no era sino placer, el mismo de corretear estudiantes
de delantales blancos y mochilas hechas por los talabarteros de la calle
Esteban Arce y arruinarles el día, los cuadernos, el cuero, el cabello:
humillación total.
Nosotros éramos
modestos, un grupo de muchachos “bien” de la hoyada, del pujru que todavía
podía considerarse parte de la zona. Subíamos con bolsas de plástico llenas de
coloridos globos, feos, grandes y de formas espantosas los de producción
nacional, y los Bombucha, argentinos, que brillaban y eran redondos, uniformes,
precisos para entrar en la palma de la mano y arrojarlos lejos, lejos, al
rostro de una señora vieja que tuvo la desdicha de asomarse por la ventanilla.
¡Cuidado, que están mojando!
Las dosis de
violencia, y de placer (habrá que aceptarlo), variaban. Nunca llegamos los de
la Obispo Anaya abajo a la malévola sofisticación de poner los globos en el
refrigerador para casi congelarlos. Pero lo vi. Piedras ya, como de diamante,
que abollaban los costados de las camionetas huyendo. Si te daban en la cabeza,
pues, podía ser tu pasaje carnavalero hacia la muerte.
De las barriadas
salían los jóvenes, casi privadamente hombres, y se alineaban en ambos costados
de la avenida Libertador Bolívar, desde la plaza de Cala Cala, que era palabra
mayor, de peligroso acceso, hasta el puente sobre el Rocha, la placita del
general José María Córdova, colombiano de la independencia, con baldes, globos,
chisguetes, y lanzachorros hechizos que los artesanos de la pobreza fabricaban
para quien no podía comprar uno chino en el mercado. Así, por horas, de la
mañana a la tarde, atormentando a quienes querían vivir normalmente y
disfrutando de las comparsas que adrede pasaban en carros para ser atacadas y
hacer de la fiesta un jolgorio.
Volvemos al agua,
especie ya extinta en Cochabamba. Cuando se acababa la provisión de globos los
vecinos con gusto abrían sus patios y dejaban inflar otros en inolvidables
pilas de bronce en medio del pasto. Eso sería imposible hoy; se restringe la
ducha y un miembro de la familia orina encima del desecho del otro para
ahorrar.
La ciudad es
famosa por la “guerra del agua”, cuando el líquido comenzó a convertirse en
trágico. Estas, las de antes, eran también guerras del agua, con agua, y han
quedado como pinceladas de Jorge Manrique que antes fue mejor, verde al menos,
húmedo, cuando había musgo creciendo en las paredes de concreto del canal
calacaleño. Heredamos polvo.
He pasado en
posteriores carnavales por allí, por cada una de las cuadras y nada. Silencio.
La plazuela de Cala Cala no es ya la de El Dumbo, maleante cuya hazaña de
meterle un plátano en el trasero a su novia lo convirtió en mito; ahora (y
entonces) venden jugosas salteñas sin par. Los peleadores callejeros pueblan
asilos y tumbas. Hay una iglesia por encima de donde debieron estar las
vertientes. Automóviles coreanos y taiwaneses pelean por espacios ridículos. Sé
que ayer no es hoy, pero cuesta digerirlo, y peor delinear los límites entre el
gozo y la maldad con tantas horas entremedio.
28/02/17
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Publicado en EL DÍA (Santa Cruz de la Sierra), 03/02/2017
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