Claudio Ferrufino es un escritor desprejuiciado en sus Diarios
Virginianos. Se explica ello porque su anhelo fue ser marinero y absorbe
influencias exóticas a nivel de piel. Salir de una sociedad hostil y
provinciana para permearse de Nueva York a Singapur, no solo con las corrientes
marinas sino también con las pictóricas. Por algo la belleza está en las
mujeres y el mar.
Realizó su libro en Arlington, Virginia, le agradó la literatura, gente y
pintura rusas. Desde Gogol a Malevich y su ejército ruso, buscó no solo ser
ciudadano del mundo, sino también llevó sus hermosas montañas consigo y una
pasión mística, buscando el modelo y compendio del universo en la literatura,
para desafiar las convenciones como Diógenes y su linterna mágica. Son las
visiones tragicómicas donde él ve la forma de las cosas. “De qué reímos…
aquello que mortifica no es más que miseria. Se habita el caos”. Dolor de
lejos, dolor de amar, los sin Dios, frases que elegimos al azar nos dan una
idea del escritor. Ahora veamos su libro, sin dejar de lado el magistral
prólogo de su hermana donde nos habla del artesano de la imagen, de que todo
secreto radica en estar solo y el mundo hay que tomarlo con soda porque de por
sí es veleidoso, como las palabras o las velas de un barco ilusorio donde iban
Joseph Conrad u Horacio Quiroga.
En este mundo remendado reparamos en Tamerlán y su inconstante fortuna,
en las serpientes venenosas del Paraná, en los “avatares hebreos” del Disraeli
asiático, en el dolor de tren o barco, en la blonda Carol, la de “uno de esos
días me extrañarás”, en las prostitutas sagradas de Bataille, las aureolas del
castillo de Baltimore, en el conjunto del zoológico londinense, las piedras
sagradas de Australia, el tango para la tía que se quería tanto, en la desacralización
del rock and roll.
Desde Praga a Cochabamba sentimos el fervor de los gitanos que no
demandan coherencia cuando una isla no está en el mapa de la jungla olvidada
camino a la tierra prometida, en tanto que en Washington “el arte es ya menos
que un zapato. Edward Munch ha muerto”. Seguimos adelante y nos toca vivir la
pesadilla de Kurosawa como si fuese cotidiana. El poder ya no tiene misterios
para los abatidos literatos, ha dejado de ser sagrado y se ha vuelto profano
como el ejército ruso y lo ha hecho a través del lenguaje. Pero el aquelarre
continúa en los medios de masas, donde la Pachamama convive con lo novelesco.
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Publicado en CORREO-LOS TIEMPOS, jueves 17 de octubre de 1991
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