Leí el glorioso
libro de Bulwer Lytton, mucho ha. Los últimos
días de Pompeya. Luego, que el autor era considerado mediocre, malo, pero
no importó a pesar de no haberlo cogido de nuevo y repasado. Guardo esa belleza
como la concebí, con las imágenes que su literatura diseñó en mi mente. Un
volcán echó ceniza y fuego sobre glorias, ambiciones, envidias y cachondeos.
Quedan cuerpos como si fueran de concreto, igual a malas estatuas de plazuela
boliviana, esbozos de arte con artificios de picapedrero. Así la vida, efímera;
el recuerdo dura mucho más que los años.
¿Quién hace
comprender esto al autócrata de la Casa Blanca? Solo horas, días, meses, no
años, que se conjuran contra él, como muchos ahora, casi todos pronto. Donald
Trump, el imbécil que no es tanto en realidad sino demente, megalómano,
pervertido, se ha cavado en las últimas semanas una fosa que quizá todavía esté
a flor de superficie pero que va delineándose como tumba. Quedará en la
historia como un cuerpo humano amorfo, como los calcinados de Herculano, sin
otro legado que la memoria del esputo infecto o, quién sabe, tal vez sea el
nuevo paradigma de una sociedad que se ocultó a sí misma por cinco décadas y
que decidió al fin descargarse del peso de una mentira que la ata a un destino
no suyo. Cuando las sociedades comienzan a deshacerse, por lo general se
agarran de lo peor de su memoria, retroceden buscando el asidero del pasado y
obvian el futuro por temerle. Espero que no; miro a mis dos jóvenes hijas
norteamericanas henchidas de esperanzas que mi sarcasmo no tuvo, y creo que tal
vez este mal sueño, la nightmare del
enloquecido hombre blanco con peluca, fue un volcán vomitado y pronto muerto.
No estaré para contemplarlo porque arriba un proceso de digestión del fenómeno
para el que no me quedaré.
El individuo se
sienta en la Casa Blanca por seis meses ya. No ha hecho casi nada aparte de
amenazar, insultar, asistir a concentraciones para mantener la llama viva de la
elección. En Colorado, aparte de las masivas concentraciones de gente en las
ciudades de Denver y Boulder que votaron demócrata, Trump ganó en el estado. El
campo es tierra trumpista, con todo lo que eso puede significar para los
inmigrantes. No quisiera caminar de noche por esos pueblos de montaña, de
incomparable belleza. La guerra india ha recomenzado y el Far West también. Los
caballos se cambiaron hace bastante por motos Harley Davidson, pero la
mentalidad de los cowboys permaneció intocada, manifiestamente retrógrada,
racista, con ilusión ideológica y espasmo de vicio: alcohol y droga. Era tierra
de pieles rojas, según despectivamente se nombraba a los nativos. Hoy es patria
de cuellos rojos, basura blanca, blancos pobres que en medio de un universo
tecnológico nunca antes visto viven como salvajes comiendo ardillas y mapaches.
No falta, eso sí, una inmensa camioneta, “trocas” para los mexicanos, para
hacer patente su masculinidad, que los cojones no se ven.
Igual a Colorado,
los logros de Trump en las áreas rurales del país han sido devastadores. Con un
discurso violento, vago en varios sentidos, artero en los más, consiguió el
voto de los descorazonados, incluso de la clase obrera que no es desde hace un
siglo aquella progresista que conoció John Reed. La revolución se trasladó a
las universidades y no es poco decir que tiene algún peso. Ayer, por
televisión, un profesor negro de Princeton afirmaba que de no haber estado los
anarquistas en defensa belicosa en Charlottesville, Virginia, las cosas
hubieran sido peores. La milicia neonazi armada que invadió las calles de este
pueblo para protestar el derribo del monumento a Robert Lee, general
confederado, estaba dispuesta, como se vio, a matar. Cuando lo hizo, y a pesar
del estallido nacional de ira contra sus actos, se sintió asegurada por el
discurso presidencial que no los culpaba.
Luego, un día
después, le escribieron palabras acusadoras a Trump y las leyó de mala gana,
hasta que el 15 de agosto decidió abiertamente defender a los supremacistas
blancos y convertirlos en víctimas. Habló de la bandera que debía “unir a
todos” y las banderas mostradas en televisión tenían una esvástica. Nunca vi
periodistas norteamericanos tan furiosos. Este era, en opinión mayoritaria, el
punto de inflexión de un gobierno ausente y de un líder incapaz. Queda ver el
desarrollo de esta otra rama de los grandes problemas de Donald Trump:
traición, corrupción, lavado de dinero, pornografía, robo, asalto sexual y ta
ta ta; se echó otro gran bulto encima.
Supongo que a
puertas cerradas los republicanos sopesan las posibilidades de deshacerse de
Trump. Ya no les sirve, se está tornando peligroso. El partido de Lincoln va
camino de convertirse en el partido de Trump y estos duchos políticos dudo que
lo permitan. El gobierno ya es suyo, congreso incluido. Solo hay que remover la
cabeza y aliviar al país de un peso pesado molestoso. Incluso, pensarán, que es
este hombre el obstáculo para que avancen en su campaña de destrucción masiva
de la obra del presidente negro, Obama. A observar, pues, que tanto en público
así como a escondidas, Donald Trump estará en la mira que amenaza con
defenestrarlo y quitarle los sueños hitlerianos y putinistas que lo acosan en
sus noches pajeras.
16/08/17
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Publicado en ADELANTE BOLIVIA, 23/08/2017
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