Claudio Ferrufino-Coqueugniot
10 de la
noche. Carmina Burana. Pensé ir a una barra a saborear cerveza amarga, a
conversar con las divorciadas. Preferí quedarme, música y martillo, arreglando
unos muebles en esta construcción de mi cuarto.
Desde Sumy
escriben notas de amor. Pienso en Chejov, en la campiña rusa. Debiera decir
Leskov. El nombre de Zoia Andreevna suena a tren. Lo descubrí en Cuba, en tarde
de La Habana vieja, recién salidos del hotel en el Vedado, con los fantasmas de
Juan Ramón y la Zenobia. Reconciliados, yo y ella, después de años de disgusto
y labores de mano. Un ron basto, de Santiago, para probar fuera del mercado. Y
café espeso, el mejor de la vida, diría ella cuando todavía hablaba, cuando no
le cayó el tejado en la cabeza y quedó muda.
Observo el
sábado norteamericano. Hay presión, coacción, control vecinal. El sábado es de
dedicarlo al jardín. Para los perros son todos los días. Creo que si uno
rehusara perder su sábado cortando el pasto, si prefiriera escuchar a Arvo Pärt, mirar cine, tener sexo, quedaría mal
con los otros. Existe una estética tácita que requiere cumplimiento de horarios
y normas. No lo manda nadie pero es notorio, pesado. A primera vista da la
impresión de habitantes entusiasmados con el trabajo. Hablo de gente pudiente,
que entre pobres no hay miramientos y a nadie le interesa arrinconar la basura.
Me imagino yo en medio de gringos, leyendo el pabellón número 6 mientras los
otros protestan que no quité la maleza, que el pasto excede el límite de tamaño
que la decencia obliga. Ah, no, ahí estaría con la puteada como flor de labio,
porque nadie me vendrá a decir qué hago con mi tiempo y cómo lo hago. Pero es
una sociedad mediocre, de pensamientos siniestros y manufactura similar.
Contemplo un par de negros, otro de latinos, chinos y filipinos todos podando,
deshierbando, abonando para beneplácito anglosajón. Quien sale del cauce merece
castigo y hay recursos sociales para hacerlo sentir. La sociedad uniforme,
contenta, sonriente, armada con ametralladoras, asustada, regida por falsas
normas y una más falsa comunidad. Se mueren por la comuna y no saben qué es.
Ella no pasa por la obligación de ser todos iguales, de disfrazarse igual, de
utilizar las mismas máquinas. La estética y, claro una supuesta ética. El ser
buen ciudadano pasa por que desfiles al unísono con los demás. Pasa por Donald
Trump que a pesar de la crítica es quien mejor representa a esta población de
jardineros.
Me imagino, sentado en calzoncillos, y por la ventana abierta Tom Waits a
todo volumen. Da para persignarse, supongo, para visitar la church y cargar las
pistolas. Tocan la puerta y preguntan: ¿Vecino, no va a trabajar en su jardín?
No, respondo, mientras Chopin golpea las teclas de su Eroica y se erizan los
pocos vellos indios de esta piel morena. Hoy debo leer, mirar desnudos, poner
cine noruego en el devedé. Pero, dicen, su casa va a desentonar con el barrio.
Así me gusta, respondo, porque yo no soy como usted, labriego sin solaz. Y
cierro la puerta empolvada, que olvidé quitarle el polvo. Entonces los pilgrims
conversan entre ellos, conjuran para expulsarme, para plantar cruces ígneas en
mi patio. Mientras cambio el disco y pongo la Varsoviana, y leo a Paul Avrich
cuando cuenta que aquel día, un día, explotaron bombas en cafés de Odessa y de
Varsovia. ¿Qué hacer? Nada, esperar la hora para emigrar de nuevo, para
descabezar los sueños y recomenzar otros. Hasta que nos toque y el barquero nos
arrastre a la laguna y entone cánticos de bajo profundo, creyéndose que en
lugar de recojemuertos es un barquero del Volga. Siempre quise ir a Kazán.
Siempre.
18/05/19
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