Claudio
Ferrufino-Coqueugniot
El mundo político
delincuencial pareciera haberse consolidado. Nada es lo que parece. Nadie
creería que Plinio habría de perecer bajo el volcán. El tiempo está contado
para todos. No me arriesgo a hablar de destino porque eso nos quitaría el libre
albedrío y nos convertiría en jugarreta de un dios o varios dioses, en héroes
argivos y troyanos siendo engañados por divinidades jugando a ser hombres, o
toros, o cisnes.
Dejemos que
la historia mueva su rodillo a su propio paso. Suele a veces tardar o
desembocarse. Está fuera de nosotros decidirlo, pero viene, ella no es la
amante que abandona en definitivo: siempre regresa, renovada, briosa, vengativa
y terrible. El amor de la historia, a veces, arriba rodeado de muerte.
Hay que
enroscarse en uno mismo, salir del dolor ajeno para entretenerte con el tuyo.
Una silla, una mesa, tú y tus reflexiones. Desactivarse del entorno, dejar, por
un rato, que los mariscales de la política supongan haber alcanzado la vida
eterna. Nunca lo harán, ni tú tampoco. Hacer la pausa, marcar uno a uno los
puntos suspensivos, el espacio justo para hacer eso que los psicólogos repiten
como lugar común: encontrarse.
Es
necesario, justo. Imprescindible, para que el otro, los otros, no crean tenerte
en la red y que decidan que dejaste de ser pez para convertirte en pescado. No.
Pues en eso
he abierto un vino, el primero de un rincón vacío que comienza a pertenecerme.
Un pequeño sirah, aromático, suave, distinto al vino de casa que bebí ayer en
un bar y que sin ser malo tenía la rudeza de lo tosco. Este californiano llenó
la sala de olor a chocolate y fruta negra. Además era mío, solo, sin
interferencias, él, el vaso y yo, tan simple como un tríptico de Max Beckmann,
tan colorido.
Al vino
siguió la noche, el sueño todavía poblado de espectros, de ballenas horrorosas
como las que Béla Tarr pasea por los pueblos de la puszta. Luego el arte, los
cuadros a colgarse en la pared, el afiche del festival de cine de Rotterdam,
del 2015, enviado por una lujuria pasajera, un placer de mujer aromático y
suave como el vino, blanco, sí, no oscuro, de piernas y vellos rojizos como
pastos del atardecer. El mapa asiático del siglo XVIII, del que tanto he
hablado, con bandas de cosacos errantes y países que ya no son… volvemos a lo
efímero.
Arte,
música, cocina. Libros. Una gran crónica norteamericana sobre un comerciante de
fósiles de dinosaurio. Uno que fue por lo grande a vender el esqueleto completo
de un tiranosaurio mongol, del Gobi, de las profundas arenas del Taklamakan. Me
lo regaló mi hija Emily, por otro cumpleaños solo, de los cuatro, o cinco, que
cuentan en los últimos veinte años.
¿La primera
música en la calle Clarkson? Hoy que saqué del escondite el tocador de discos y
lo armé sobre un mueble chino de imitación antigua… Sidney Bechet: Summertime.
Muy suave, me dice Anna Volskaya, para un sexo fuerte. Lo sabrá ella, supongo,
que nunca estuve en piernas con Bechet de fondo.
Así pasó el
domingo. Las noticias cuentan que ningún tirano cuelga hoy de un árbol. Día
apacible, entonces, a aprovecharlo. Encuentro entre el revoltijo de ropas y
papeles, mi pasaje en bus desde el Mar Negro hasta la frontera rusa, cómo me
desenvolví en un país donde nadie hablaba inglés, las noches en que bajaba
desde mi sombrío apartamento de Kiev en el 22 de la calle de León Tolstoi para
ir a comer arenques fríos y pepinillos en escabeche con cerveza blanca
ucraniana o negra irlandesa. Era libre ese octubre, noviembre; soy libre ahora.
Otra vez, por el momento.
05/05/19
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Publicado en EL DÍA (Santa Cruz de la Sierra), 07/05/2019
Fotografía: Ventana/Claudio Ferrufino-Coqueugniot/2019
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