¿Juego de
palabras? ¿Ejercitar retórica con ánimo de lujo y brillantez? Podría jugarse
con las páginas de este libro breve y delicioso. De horas, diría mi madre,
recordando a Rilke. Un trashumar por la infancia, la ilusión, el desasosiego,
la soledad, todos sustantivos que se resumen en el fatídico aquel del absurdo,
del indagar hacia atrás y ver (quizá no sentir) que huellas no quedaron. De
nada. Por eso las inventamos,
articulamos y reproducimos, porque sin ser rebeldes no somos; fantasmas si no
hay pasión; el yermo permanece yermo hasta que lo excavamos.
Dos pintores me
vienen a la cabeza en los textos de María Cristina: De Chirico y Magritte. Hay
un mundo de sueño entre ellos dos. Un péndulo entre la ausencia y lo presente
aunque suene a lugar común. A veces, situaciones y personajes se nos presentan
con esa colorida y estática muerte del italiano. Otras, viene el vaho de lluvia
de Magritte y el cielo poblado. ¿Qué quiere de nosotros la autora, aparte de
expandir sus propias dudas, el amor, la frustración de lo que no trasciende?
Quiere un rictus que en instantes pueda convertirse en carcajada. Está el peso
gris del medio oeste norteamericano lavado de cuando en cuando por un lluvioso
Macondo. Vive en Indiana; sueña en La Paz. Conduce sin destino por la
inmensidad de la pradera mientras bate con cucharilla dorada la manzanilla de
ayer.
“Jóvenes del
siglo pasado”, dice por ahí en las microletras, refiriéndose a los parroquianos
obligados de un asilo de ancianos. Pues, bien, ahí hay un resquicio por el que
penetramos al libro: el optimista por encima del triste, los textos que a pesar
de tiznarse de sepias, refulgen por instantes en carmesí.
06/2018
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Publicado como contratapa del libro
Imagen: María Cristina Botelho
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