Claudio
Ferrufino-Coqueugniot
Escucho a
Juan Nepomuceno Hummel. Salve Regina. Pareciera que viviera en otro país y sin
embargo es la misma ciudad. Tan diferente, sin embargo. Tan distinta. Ni mejor
ni peor, otra. Aurora era una ciudad de trabajadores, villa inmigrante. Desde
el amanecer salían latinoamericanos, africanos, árabes hacia el trabajo. Botas,
cascos, martillos y pistolas de aire. Cajas de almuerzo, el lunch que se
convirtió en lonche. En Denver, Capitol Hill, a dos cuadras del Charlie Brown,
el bar favorito de Jack Kerouac, la dinámica es otra. Acá pasean los perros,
trotan, las mujeres sin límite de edad sudan por los pasadizos de la calle 7.
Barbados gay, el hombre y la mujer, andan tomados de la mano. El aire ha
cambiado, la luz, los árboles. Existe en las calles viejas la sensación de
ciudad, no esa villa de paso donde se duerme entre los intervalos del trabajo.
Ni mejor ni
peor, distinto.
Hummel,
misa. Cocino puerco en jerez para la llegada de mi sobrina Zara. De Bolivia
llegan noticias de que murió su abuela. Se van desgajando, de a poco, todos;
del bosque va quedando nada. Hasta los brotes desaparecen y las muchachas que
de niñas manejaron bicicleta mientras sostenías la parrilla van cediendo los
cabellos al cáncer.
Un amigo me
habla de Chatwin, de la Patagonia. Dice que de Bolivia saldrá alguien siguiendo
la ruta del inglés. Ya estamos viejos para ello. De adolescentes trepábamos las
laderas de Liriuni y nos metíamos a las aguas termales por la noche. Con los
años llegó Francine y se bañaba desnuda en la piscina caliente. Se veían sus
ojos como luceros azules bajo el foco de 50. Llegó otra con su amante y la vida
se puso difícil. Los lugares de placer niño se hicieron lugares de goce adulto.
Como un cambio de sustancia. No solo entretenimiento, filosofía. O cachonda
desidia sin imaginar el paso del tiempo, el futuro que atrae y que fallece.
Conduzco el
Subaru blanco en domingo de mañana, por calles que transité mucho y que hoy
vivo. Viajo en la misma ciudad, que había sido escondida, oculta, feble y
engañera. Nunca pensé que la noche tendría otro matiz, que en lugar de escuchar
a las matronas latinas o el rítmico golpeteo simple de la música mexica,
escucharía el silencio. Pongo algo de jazz, son cubano, Leonard Cohen. Me digo
que soy el único vivo en un mundo de muertos. Los perros, animales fieles y
comprendo solidarios, viven en este barrio como príncipes de Brunei. Pasan los
camiones gris azul de las entregas de Amazon. Ya nadie compra libros, ahora los
repartidores cargan pesada comida para perros. Y cajas pequeñas que o son
comida de gato o municiones de un estado que adora las armas, sin reconocer que
su adoración se debe al miedo.
Día de la
madre en los Estados Unidos. Todos mis días son de mi madre. Me habla, me
regaña, me aconseja, me cuida, me despierta y se desvela hasta que abra los
ojos. A diario, no solo este día de mayo, o el otro día de mayo, esos que el
poeta negro Nicomedes Santa Cruz rechazaba: “este domingo de mayo, vergüenza
debiera darme”.
La soledad
se cubre de nombres: Anna, Milana, Irina, Elena, Olena, Alina, hoy Ksenia. De algo
hay que vivir fuera del pan. Y labios de mujer y cabellos de mujer saben a
hierbas aromáticas. A este viaje, incluso si se reduce a las pocas paredes de
una habitación, hay que traerle voces. Unas ya se enterraron y quedan mustias:
Victoria, Tatiana, pero el mundo se renueva en instantes, o se muere en
instantes. No hay que parar, seguir moviéndose. Y si el tempranillo se terminó,
con un merlot se podrá continuar el camino.
12/05/19
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Publicado en EL DÍA (Santa Cruz de la Sierra), 14/05/2019
Fotografía: Puerta/CFC/2019
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