Claudio
Ferrufino-Coqueugniot
La ropa
estaba lista para salir al bar. El cinturón negro colgado, varios billetes de a
veinte. Cansancio. Decirme que de todos modos hay que alistarse e ir, que no
conoceré a nadie de no hacerlo. El miedo de quedarse solo. El tiempo que juega
con la mente; el cuerpo que se alía con el tiempo.
No fui. Me
quedé a ver Cirkus Columbia, filme
bosnio de Danis Tanović (2012). Dos bellas mujeres, madura y joven: Mira Furlan
y Jelena Stupljanin. El preámbulo inmediato de la guerra. Los odios y el amor
¿o también es plural el amor? El tiempo, el juego del péndulo, la incertidumbre
que desgarra toda seguridad, lo inesperado, la explosión de lo insatisfecho.
Horas que se acumulan para explotar en sangre, locura nacionalista, una visión
del director de la a veces tonta simpleza que desencadena hecatombes. En la
Herzegovina, fuera de lo que se venía, bucólica, pertinaz en la tradición,
ajena al cambio, casi estática. La demencia colectiva, el silencio del poblado,
de noche, cuando la madre corre pidiendo ayuda, que las milicias se llevaron a
su hijo. De qué valen las minucias de la vida conyugal cuando en el cielo
vuelan buitres muchedumbre, cuando el horizonte se hace panorama y el drama
tragedia.
A veces la
vida no es lo que se cree. Damasco nunca será la misma, ni Beirut ni Bagdad.
Sarajevo, dicen, es una París balcánica. La suerte la recuperó. Y Dubrovnik
bombardeada está llena de turistas. Juego de azar. Como el olvido y el
recuerdo: un tiro de dados, otra vuelta de tuerca. Los imbéciles y los egoístas
creen tener la sartén por el mango. Nada se tiene por el mango. El odio hace
creer en el poder y este no existe, es pésima imaginación. El tiovivo rota
mientras suena una triste y hermosa canción bosnia. De fondo las explosiones,
como en otro plano. Luego lo que fue no será más pero, y sin ser cursi, lo
único que sostiene lo endeble es el amor. Por sobre los obuses y las cargas de
caballería, por sobre los incendiarios del fin del mundo.
Debía y
quería dormir. He trabajado esta semana dos turnos enteros, como dos hombres.
Será eso, lo que me dijo una mujer al saber mi zodíaco: “un pez bueno, uno
malo”. Dos.
Desperté.
Encendí luces y puse caldera a calentar. Café de medianoche. Decidí no llamar a
nadie. Me he cansado de cansar a otros con historias sin fin. Lo incompresible
para mí es claro para los demás y andamos desubicados. ¿Por qué esa manía de
encontrar flores donde solo hay arena? Así la guerra horrenda despertó del
letargo hasta a los amantes. No trajo besos sino muerte. Y banderas, que no
faltan para convocar a los orates.
Los
refugiados bosnios llegaron a Denver el 92-93. En el periódico les di trabajo.
Les enseñé los trucos de la supervivencia en USA. También a los rusos. Ese
cariño quedó, casi treinta años después cuando encuentro a alguno. Excepto mi
amigo Yefim, de Pavlodar, Kazajstán, que olvidó la mujer que lo dejara y sus
amigos. Soy Claudio, Yefim, le digo, y se suelta sin parar en ruso con
interjecciones y lamentos. Su mente se fue, perdió la memoria de las cosas y
del sentimiento. Olvidó que preparaba borsch y pepinillos para mí, que me daba
una cuchara grande con costra negra de décadas. Chorizos eslavos, pan. Patatas
flotando en aceite. Encontré a Klava, rusa asiática, ya anciana y pequeñita. Le
pregunté por su esposo, mi amigo Semyon. “Semyon”, dijo, e hizo con sus manos
como alas indicando que se fue a los cielos. ¿Dónde estará Nikolai, siempre
borracho? Semyon lo llamaba Kostia, que es el diminutivo del nombre.
Las lindas
bosnias envejecieron. Qué será de aquella gitana de cabello negro con un
delicioso olor a axilas no lavadas. Nunca toqué sus manos ni besé sus ojos. Eso
ya no vuelve. Me avisaron que otra murió, cuarenta años que terminó el cáncer.
Eran jóvenes entonces, de veinte, atolondrados y asustados. Llegaban en grupo
de noche y conversaban solo conmigo. Jamal me escuchaba hablar de Ivo Andric,
de las tropas napoleónicas en la misma Herzegovina del filme.
Tan
estúpidos somos con triste expectación y pobre lectura. Qué poco. Ya fósiles
sin haber muerto. Divas de teatro endeble, donde la alharaca no es arte sino
estulticia. Y el llanto femenino a cuatro voces deprimente parodia. El filme
está ahí, su mensaje está en aquello íntimo, lo que suele -y puede- elevarse
por encima de la matanza. Pero pocos lo comprenden. En el show tanguero no cabe
reflexión, solo arrebatos tontos de chicas tontas. Premonición y advertencia. Amar
porque en los rincones crece ponzoña.
La guerra
se alista, siempre. No somos inmunes a ella, aunque parezca. Cantar y escribir
canciones que los automóviles vuelan enmarañados y la ametralladora pone un
ritmo que acalla el fino y complicado acento del danzón. O perecer.
31/08/19
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