Claudio Ferrufino-Coqueugniot
Mi amigo
Miguel recuerda a Mateo Alemán. Se le ha hecho casi obsesivo. Aquel fantasma
machaca sobre la inercia de nuestras vidas, el prurito de la fama, la ya escasa
presencia del amor y el gran desasosiego.
La lotería de las
horas, que a veces uno cree malhado y resulta beneficio, me ha puesto ante la
circunstancia de hacer maletas y partir. Cendrars y MacOrlan alistarían kakis,
botines, sobaqueras, dagas y se lanzarían por los caminos del norte de África o
donde fuere. Pero aunque todavía hay desiertos y tártaros y demás dispersos por
los territorios: el Otro avasallando al Nosotros (dicen), ya difícil imaginar
una fortaleza en medio del vacío, donde todo se espera y nada sucede. Esa
parodia de guerra se ha hecho íntima: contemplarnos dentro, agasajarnos con
champaña y mentiras y mirar por las ventanas afuera esperando sin apariciones,
sin misterio. ¿Nos tornamos aburridos o simplemente viejos?
Ahí el enemigo.
No en los muyajedines de Túnez, en los califatistas de Siria sino en nosotros,
en la modorra de los días, auspiciada, compartida y entusiasmada por las
respectivas parejas a quienes también el tiempo ha azotado.
Observo a los
zorros rojos que corretean leves con la cabeza gacha, puntiagudo el hocico
marcando la meta. Lloran como niños en los pastizales y corretean de vuelta con
conejos y tembleques ratones que terminaron saltos y carreras de manera
terrible y precoz. La enseñanza quizá es lo efímero, porque si el cazador no
come tampoco vive. Y he visto flacunchos zorros, tornados negros muchas veces,
que apuestan apenas por vivir y aguardan la noche para morir sin esconderse. A
esos los devoran coyotes, u osos negros si bajan de los bosques. O el gran búho
gris que te mira sin saber tú que te está mirando.
¿A los 58
lanzarme al avión es aventura? Habrá que decorarla así, total somos acólitos de
Robert Louis Stevenson y lectores de Robert Kaplan. Aventura marcada por la
billetera, sin embargo, lo que ya le quita la esencia salvaje. Quisiera, pero
no puedo (según reza la cueca), adentrarme en el Takamaklan, el desierto más
misterioso del mundo y entre la polvareda encontrar las ciudades perdidas de
Alejandro. Habrá que conformarse con Fez, Rabat, Tánger, con los
incondicionales amigos que son a la vez notables escribanos, y también
escritores. Bueno, por ahí, nos entra la mosca de Conrad y nos ponemos a remar
en las turbias aguas del Congo, el río más temible del mundo, el más triste y
asesino.
Comenzar decente
en la ciudad vieja de Porto. De algún modo eludir la gigantesca sombra de
Pessoa, no sea que al maestro no le guste la adicción al vicio de la carne en
descontrol y se ponga cansino y beato. Mejor ocultarse, entre las callejas
arabescas bajo la profunda voz del fado y la sangre vinícola del Duero.
Supongo que de
allí, evitando Francia y con un alto en las Españas para abrevar, el tren irá
al este. El itinerario pasa por París, Berlín y Varsovia. Bastarían las tres
para colmar expectativas. Pero el destino es Kiev, con sus edificios de
cucuruchos y helado. Como base para buscar el Dniester y el Dnieper, y los
brutales campos entre medio. Qué habrá hoy, desechos metales y químicos, pero
yo espero escuchar en el crepúsculo a los trescientos mil cosacos que Taras
Bulba ha convocado para asolar la frontera polaca. Y un pasaje, ya premeditado,
desde Vinnitsia hasta Zamosc, en Polonia, pero no por Belzec sino por la
majestuosidad de su plaza. Luego al Lublín de los Wisnowieski y de Bashevis
Singer. Por último al bosque penumbroso de Bialowieza, a los arcanos del mundo
y a monstruos cornudos que se pasean en el vaho harinoso de la niebla.
Es todavía
aventura. Acompañan un café, una cerveza, una mujer, un beso, una sábana, un
sexo. Pero por sobre todas las cosas cabalga la historia, a pelo, entre los
atamanes del siglo XVII y los del XX. Esto es tierra de nadie y de todos, y sus
nombres cambian como estaciones de lluvia. Vamos.
24/09/18
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Imagen: Pierre Loti
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