Monday, July 25, 2011
Digresiones sobre arte, misterio y épica
Claudio Ferrufino-Coqueugniot
La Wikipedia, enciclopedia libre, menciona la Zamba de Vargas como la zamba más antigua de la que se tenga registro. Y alude a que quizá representa el momento en que la zamacueca afroperuana, convertida en cueca chilena, se transforma en este género musical, muy popular en la Argentina. Como si la globalización fuese cuestión novedosa, la cuna de la marinera, cueca boliviana, chilena, y zamba argentina es la misma.
La Zamba de Vargas recuerda un hecho de importancia fundamental en la historia de las Provincias Unidas del Sur: el enfrentamiento de las fuerzas federales del guerrillero Felipe Varela, con las del gobierno bajo el mando del general Antonio Taboada, en las afueras de La Rioja, en Pozo de Vargas (10 de abril, 1867). Para los detalles, de profunda implicancia política en la posterior estructuración de la República Argentina, sugiero leer algo más que las páginas de la Red; su entramado vasto y complejo se extiende fuera de las fronteras de aquel país.
Me llama en particular la atención la poética de esta batalla en relación con la música. Por ideario e intelecto me pondría de lado del caudillo Varela, y por origen con los santiagueños de Taboada, disyuntiva felizmente irrealizable. La poética -digo-, porque según se narra, en el momento de desfallecer las fuerzas gubernamentales ante el embate de las montoneras, Taboada instruye a la banda tocar “la vieja zamba”. Sobre el estruendo de la guerra se levantan sus acordes, y por arte de música se renueva el ímpetu de los de Santiago del Estero que quedan con la victoria. Instante que excede la realidad y que ahonda en subjetividades humanas.
Muchas referencias hay en el mundo acerca de canciones o tonadas que tuvieron, y tienen, una presencia mayor a su simple existencia artística. La feble memoria las conjuga en un magma difuso y ecléctico, desde los tambores cosacos saliendo de la Sitch a invadir Polonia, en aquel mítico 1648 que los ucranianos festejan como fecha nacional y los polacos como la venida del Anticristo, hasta los huayños combativos de los indios del Mantaro que admiraba el niño Ernesto de Los ríos profundos.
De joven, en la explosión de fortaleza de la edad, y sobresaturado por las rancheras mexicanas, de olvido y desgracia, más las anécdotas villistas, zapatistas, personajes como Benjamín Argumedo y Felipe Ángeles, cuando me preguntaban qué canción pediría tocar en el día de mi muerte (¡!), no dubitaba: que me toquen La Sandunga. Bello tema, cuyas versiones en boca de grandes intérpretes rancheros guardaban un secreto, la apropiación por parte del mariachi, sito geográficamente en Jalisco, y en Cocula en particular, de un ritmo que venía del sur, del istmo de Tehuantepec, Oaxaca, con una tradición impensable por extensa, y el mismo fragor épico que encontramos en la Zamba de Vargas.
Venida, de acuerdo a los expertos, del jaleo andaluz, y zapateado, se convierte alrededor de 1850 en música tehuana y, a partir de entonces, representativa del pueblo istmeño, como lo fue La llorona -tal vez de raíces más antiguas que se pierden en la mitología histórica-. Con letra y música de Máximo Ramón Ortiz, él mismo de confusa cronología y de dramático final.
Sandunga, voz gitana que quiere decir donaire, para algunos, y palabra zapoteca cuyo significado va desde música honda hasta mujer hermosa, se convirtió en el canto de guerra de los tehuanos en sus combates contra chiapanecos y juchitanos. Con el tiempo, a la letra de Máximo Ramón Ortiz, le añadieron parte de su leyenda personal, su llegada tardía a la muerte de su madre, sobre cuyo cuerpo se arrojó llorando y diciendo “Ay, mamá, por Dios”, que forma parte de las versiones más conocidas: “Sandunga, mamá, por Dios”.
El misterio que envuelve la música popular va siendo más y más denso. Contrariamente a lo que se creería, el avance tecnológico recupera mucho de lo que se estaba perdiendo, pero al mismo tiempo va haciendo más deleznables las ligazones de ella con los pueblos, en un rodillo fatal, ingenuo y discriminador. Aunque uno supone que todo está registrado en la red, no es cierto. Sucede con el kaluyo, vieja música tradicional boliviana, de la que casi nada se puede encontrar en línea y cuya fisonomía se irá haciendo con el tiempo impalpable, hasta perderse, como se esfumaron los caminantes del valle y del Ande, arrieros, muleros, que para matizar su soledad entonaban tristes kaluyos.
Importa tanto, entonces, el rescate que se haga de la tradición oral y musical, aunque para ello se tenga que penetrar espacios que a veces se tornan de tan peligrosos imposibles. Cómo llegar hoy a las justas musicales del Cáucaso y el Turquestán que retratara Peter Brook, filmando sobre Gurdjieff. En esas gargantas montañosas ya no se escuchan cuerdas ni flautas. Ciro Guerra, de Colombia, en su filme Los viajes del viento (2009) sigue un fantástico recorrido de su patria con un músico que intenta devolver un acordeón, que alguna vez perteneció al demonio, a su maestro. En el transcurso se revela la riquísima tradición musical del país. Los hermanos Pablo y Alejandro Burgos Bernal, colombianos también, trashuman los recovecos de otra tradición, la de la gaita, en un documental (Son de gaita, 2008) que buscando la gaita negra descubre universos de arte en una región de conflicto.
América sigue siendo, a pesar de las modas que intentan desembarazarse de esa “carga”, desmitificarla, o desmerecerla, la tierra de lo mágico-real, y eso porque conviven tan diversas etapas de desarrollo humano dentro de ella, y tan variados antecedentes, que difícilmente podríamos llegar al paraíso inocuo del progreso, que tampoco es inmune al hechizo de lo plural.
Ahora que estuve inmerso, con Rosario Castellanos, en la alucinación de Chiapas, sólo confirmo lo dicho. Leo que hoy en San Juan Chamula, donde transcurre Oficio de tinieblas (1962), en la iglesia, hay santos buenos y santos malos, de un lado y de otro, bien vestidos unos, pobremente los demás, sin manos éstos, porque los pobladores se las cortaron hace cien años cuando no pudieron defender a los tzotziles ni a su iglesia.
19/07/2011
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Publicado en Ideas (Página Siete/La Paz), 24/07/2011
Publicado en Semanario Uno #420 (Santa Cruz de la Sierra), 29/07/2011
Imagen: Narval/Grabado de Antonio Alvarez Gordillo, 2007
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Gracias por utilizar una imagen mia para ilustrar tu articulo, y sobre todo por indicar su procedencia.
ReplyDeleteGracias a ti, Antonio. Precioso trabajo el tuyo. Y de haber sabido tu correo, te hubiese pedido permiso. un abrazo
ReplyDeleteLas notas se esfuman y alguien tiene que irlas rescatando. Parece que lo entendió Violeta Parra en su momento, cuando recorría los lugares más apartados de Chile capturando sonidos y canciones en extinción.
ReplyDeleteLo de insuflar ánimo a la hueste belicosa a través de la música parece haberse usado en la mayoría de las culturas.
Excelente artículo, querido amigo.
Desde entonces he visto filmes, diversos y multinacionales, donde esto se hace patente; unos más épicos que otros. Y trágicos.
DeleteLo de los santos con manos cortadas me intriga... me recuerda las imágenes de San Zenón, echador de demonios, que así las tiene, ignoro la razón... Lo demás, ya sabes, y ya ye tije... la gloria literaria es una mierda comparada con que tu vida sirve para un corrido de la frontera. Un abrazo
ReplyDeleteEstoy de acuerdo, Miguel. Lo de san Zenón no lo conozco. Leeré al respecto. Los libros de Rosario Castellanos son una inagotable fuente de dolor y de sorpresa: santos de manos cortadas, cruces adornadas y verdes... Abrazos.
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