Thursday, July 7, 2011

La invasión de la salsa/ECLECTICA


Allá por el 43 llegaban al puerto de Buenaventura barcos norteamericanos. Una exultante "América" copaba los mercados del planeta. La guerra no hacía más que acelerar los mecanismos económicos que darían como resultado un imperio intensamente rico. Traían algo y se llevaban todo: cuotas de los aliados chicos para la victoria del hermano grande en esta ilíada de ambiciones imperiales.

Los marinos de esos buques eran en su mayoría cubanos, puertorriqueños y chinos. Colombia no se recuperaba de cien y algo años de independencia. Las luchas internas y la corrupción habían reemplazado los ideales que ilusos patriotas tuvieran. La llegada a puerto de las naves de Estados Unidos implicaba la inundación de las calles con novedades que los marineros bajaban de sus cabinas: un encendedor, una radio, lámpara o linterna que se cambiaban en los muelles por comida o cuerpos adolescentes para saciar el hambre de los solos. Si hasta me parece imaginar a Alvaro Mutis escribiendo esto, él tan lleno de agua salada y meretrices.

Hasta entonces, según me adelanta un amigo negro colombiano, compañero de trabajo y aislado como los demás de acá, don Juan Bautista Hurtado, ni en Buenaventura ni en toda Colombia se había escuchado la música afrocubana. Cierto que la salsa nació en Nueva York, pero es hija impúdica del son y la guaracha de los que hablamos. Lo mismo sucedía en Santa Marta y Barranquilla. Los departamentos de Magdalena, Bolívar y Atlántico adoptaron los nuevos ritmos sin dejar de lado su antigua tradición de porro, cumbia y merecumbé. En la costa del Pacífico los ritmos caribeños pasaron a ocupar un lugar preeminente. En los discos de vinil que los visitantes dejaban había aires de pena de muerte para las retretas dominicales, las bucólicas guitarreadas, la música selecta y el pasodoble.
Los buques de medio paquete que varaban en los puertos colombianos, con nombres de santos en su mayoría (les decían Los Santos), eran de la Grace Line, propiedad de los jesuitas, hábiles comerciantes acostumbrados al lucro y al intercambio desigual desde siempre. Cargaban café. También se acordonaban en los muelles barcos alemanes, después de la guerra, que trajeron las radios Philco donde se podía escuchar, siempre que el racionamiento de luz lo permitía, la nueva música. Se ahorraba la energía, producida en la usina de Chicayá, para el alumbrado público y Buenaventura sólo podía permitirse el lujo de un par de horas diarias para que la población se pegara a las emisoras.

Los negros del Chocó no sufrieron de inmediato la intoxicación de los ritmos de afuera. Chocó parecía otro mundo, tan lejos de Colombia como de Cuba o la Florida. Ellos, los zambos y los indios chocóes esperaron para adherirse a la historia.

Don Juan relata su conocimiento y amistad con Petronio Alvarez, negro grande, fogonero de su padre, y luego estrella de la canción. Petronio compuso y cantó las líneas de "bello puerto de mar, mi Buenaventura...", despedida, quizá, de una ciudad que crecía.
1/7/03

Publicado en Lecturas (Los Tiempos/Cochabamba), julio, 2003

Imagen: Buenaventura en 1927

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