Claudio Ferrufino-Coqueugniot
En casa nos
formamos sin iconos: ni vírgenes, Cristos, revolucionarios. Ninguno decoraba
las paredes. En la biblioteca del largo pasillo, al lado de bloques de vidrio
que permitían pasar mejor la luz, la cosa era diversa. Se hallaban Papini y
su Historia de Cristo, como el Manifiesto Comunista y El
corto verano de la anarquía, de Hans Magnus Enzensberger. Y Mi
lucha (Mein Kampf). Leer, no idolatrar, esa la idea, supongo,
detrás de la educación de mis padres. La Biblia participaba también
como un libro más de asuntos interesantes, no como objeto de dogma.
Crecimos con el
Che. Nací en 1960 y desde temprana edad sonaron los nombres de Cuba y Ernesto
Guevara en nuestras conversaciones. Che, además, había vivido en la sierra de
Córdoba, como tías mías y mi madre en Córdoba capital, lo que lo hacía cercano,
hasta familiar. El nombre de Cuba hoy ha perdido mucho de su encanto, hechizo
tal vez, sin que ello impida que a pesar de todo, la “isla” sea un hermoso
país. Resulta complicado, difícil, deshacerse de los ideales que nos
alimentaron.
Recuerdo un
atardecer, mientras el crepúsculo se ahogaba en el mar y el bus corría por
delgados caminos vecinales, que miraba el Escambray y ni pensaba en la otra
guerrilla, la no castrista que hubo allí, llamada ahora “de bandidos”, sino en
el Che. Lo mismo en Cienfuegos, inventándome historias con la chatarra militar
que la invasión de Cochinos dejó por el campo. Dudo que incluso un análisis
somero de la experiencia socialista, guerrillera, los errores de concepto y
planificación de la experiencia boliviana, la inmundicia de la traición y el
abandono, alejen de mí la admiración que sentía, y aún siento, por él.
A fines de los
setenta, principios de los ochenta, varios amigos viajaron de incógnito a entrenarse
en la isla. Todavía entonces, una década después, se creía en la estrategia de
la lucha armada por una facción de élite. Tenía, aparte del hecho de la
aventura, el aliciente cercano de la victoria sandinista en Nicaragua, hecho
que festejé con alegría. Lo mismo cuando hicieron volar a Somoza en Paraguay.
Sobre esto, mucho después, leí un libro que escribía el hijo de Massetti
(absurdamente muerto en Salta), y comenzó a desfallecer el ímpetu
“revolucionario” que se originó en la zozobra de 1967 cuando lo que más se
esperaba eran noticias de Ñancahuazú.
La muerte del Che
no tuvo entre nosotros ese flujo mesiánico que corrió por el mundo al ver el
cadáver con un dejo de sonrisa e imagen de profeta. Che, lo que nunca hubiese
él querido, nacía allí como asombro, religiosidad, y el trágico destino de
convertirse en icono pop de la sociedad de consumo, asunto aprovechado incluso
en la Cuba que amó. El mito arrasó con la idea. Hoy lo venden al lado de
Marilyn y John Lennon.
¿Que si se
equivocó? Hace unos años, antes de otro mesianismo oscuro, el de Evo Morales,
creí que no cuando vi una foto del New York Times de un campesino de Eterazama,
de los que combatían a los soldados, con la figura del Che. Vana ilusión. En
Chapare no se acunaba una revolución guevarista; era simplemente otra manera de
aprovecharse de una imagen que por encima de la muerte sigue teniendo algún
significado. El presidente de Bolivia protege sus espaldas, en palacio, con la
famosa toma de Korda. No tiene implicancia ideológica. Che incluso sirve para
una experiencia de capitalismo salvaje, de pillaje con etiqueta de socialismo,
como sucede en la Bolivia actual. Destino inevitable de los grandes hombres.
Antes de su
muerte, ambicioso lector que fui de niño, recorría siempre los reportajes que
hacía Siete Días Ilustrados, de Argentina, sobre los focos
guerrilleros de América Latina. En Guatemala, en Venezuela, con las constantes
voces de que Che andaba por allí. Y estaba en África, al lado de quien el
comandante consideró inútil: Kabila. Kabila llegó a presidente; Che se pudrió
bajo el concreto de una pista de aterrizaje, vilipendiado por la deprimente
casta militar boliviana, traicionado por su no menos deprimente izquierda. Se
equivocó entonces. Pero no todo por ser Bolivia. Las lecturas eran erróneas. El
mundo no funciona según patrones, así parezca.
Atrás en el
tiempo, en un cinéma de avanzada en Denver, miramos con mi esposa la película
del segundo Che. La primera de Soderbergh mostraba al triunfador. La que
presenciábamos, al derrotado. No era la derrota en sí. El filme abundaba en
tristeza, en la desesperación inútil de contemplar un absurdo: hombres
deambulando en busca de poco de comida, olvidados, abandonados. Épica de
tragedia griega, últimos destellos de grandeza humana, para luego caer pasto de
la insania, la locura, estupidez que dejaron los gringos en nuestros países con
la pesadilla de la seguridad nacional. Digan buen día a papá, denle matarile.
Humberto Vázquez
Viaña, hermano del “Loro” (cuya forma de morir atormentó incansable mi
infancia), escribió no hace mucho dos libros (Editorial El País, Santa Cruz de
la Sierra) sobre hechos de los que fue testigo presencial: la guerrilla del
Che, el nacimiento y fin del ELN. Documentos imprescindibles para hacer
revisión de nuestra historia. Pero, en ámbito más privado que académico, desazón
de escuchar lo mal que se programaron las cosas, las deficiencias logísticas,
la miseria intelectual y espiritual de algunos actores en contraste con la
inmensidad de otros. Relatos en que lo político deja lugar a una historia de
hombres llena de traiciones, desencuentros, fracasos. La incansable pregunta de
mi padre que cómo un hombre como Che vino a morir acá, en qué pensaba. Los
comunistas locales sufrían de las mismas taras de aquellos a los que deseaban
combatir.
En Los Ángeles,
1997, exhibieron una colección gráfica sobre la figura del guerrillero
argentino-cubano. El espíritu difería de aquel del mercado. Lindo homenaje.
Resulta extraño que hoy bailemos -ritmo similar- Hasta siempre,
comandante, con la misma soltura que lo hacemos con El chacal de la
Cabaña. Dualidad nuestra ¿O dualidad del Che?
3/10/12
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Publicado en
Fondo Negro (La Prensa/La Paz), 14/10/2013
Publicado en
ATLANTICA XXII #25, Asturias, 03/2013
Imagen: El Che, Ernesto Guevara, enquête sur un homme
de légende, documental de Maurice Dugowson, 1997
Golpeas el alma. Muy amigos míos murieron en Teoponte, convencidos que era una inmolación por mejorar la humanidad...
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Es historia muy triste esa, y la de Ñancahuazú, Fernando. Mira en lo que vino a resultar el ideal. Un virus.
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