Pablo Cerezal y
Patxi Irurzun en Madrid, como Corneille y Milton en el París cardenalicio de
1638. Años borbónicos, ángeles caídos, caldo de cultivo del futuro entre
desechos del pretérito. De ese encuentro/presentación (escribe Patxi, presenta
Pablo), heredé Atrapados en el paraíso (PAMIELA,
2014), que abro ahora, 23 de febrero del 2016, en Aurora, Colorado, a las seis
de la mañana y con la escarcha que suena derritiéndose igual a antiguos goznes.
Abro un intervalo; primero tengo que leerlo, aunque lo he hojeado tanto que ya,
multiforme y saltado, se materializó como imagen.
4 de abril. Sobre
la montaña de mierda de Payatas pasa una nube. La primera parte de este
magnífico libro de viajes, diario íntimo, transcurre en un par de vertederos de
las Filipinas. Esa sección titula Un
infierno con goteras, y lejos está del paraíso a medias de la segunda
parte, en Papúa.
Qué decir. Soy
pésimo reseñador. Me gusta que este no sea libro que exija reseñar ni tampoco
relato ortodoxo de viajes. Si algo quiero de Patxi es esa bonhomía, incluida la
literaria, que no le da ínfulas de nada, ni de maestro ni de alumno. Él está
allí, donde esté, pensando en su Malen hoy y después también en el hijo, en
escrituras que son coloquios sin presunción para quien quiera escucharlos (y
leerlos). No es Pierre Loti en Pekín porque no necesita serlo. Eso lo acerca.
Hay peripecias
del por qué de la obra, un premio, seis mil euros, un viaje; la pregunta de
adónde ir y la extraña decisión de gastárselo en el basurero más grande del
mundo. Ningún empeño a lo Schweitzer de ubicarse en el dramático contexto
mundial y rescatarlo. El horizonte como excremento sin que los efluvios
hediondos de la miseria perturben un escrito calmo en su espíritu, asombrado a
ratos, sí, ingenuo también, pero, sobre todo, sólido, a pesar de que el autor
se refiera a sí mismo como algo distinto a ese estado.
En agosto viajo a
San José, California, al matrimonio de una muchacha boliviana con un hombre
filipino. Las páginas de Irurzun han hecho que observe al novio desde otra
perspectiva. Tenía la mente llena de la épica de Rizal y la guerrilla
antijaponesa. La malaleche inmigrante local que los considera como una mixtura
entre chinos y malayos no tiene idea de la casi dulzura que se presta a esa
tierra en este libro, así, en medio de la podredumbre, del hambre, la mugre.
Pueblo marcado como animal por la conquista española, tanto que según leo acá,
y como éxtasis racista y abusivo, las autoridades coloniales daban los
apellidos a los filipinos en ton de sorna. Pareces jamón, apellidarás Jamón…
Quizá viene de ese origen infame que el mayor héroe filipino apellidase
Aguinaldo, José Aguinaldo… Bolivia y Filipinas, países amistosos, fiesteros,
dramáticos y generosos. Mira dónde lo vengo a encontrar.
Papúa, el Sepik,
el río Sepik de hombres emasculados por pirañas, dice Irurzun. Por pacús, en
realidad, un inmenso pez trasladado al Pacífico desde Sudamérica, emparentado a
la piraña y que carga muelas mejores que las mías. Lo aprendo en Monstruos de río, esa fábula viajera,
aventurera, sociológica de la televisión y que en medio del color aterrador de
la isla relata la solución del misterio: hombres castrados por peces, peces
alimentados de testículos, tal vez por un delicioso (para el pez) dejo de orina
en el agua. Y el temor, terror, imagino, del autor por pisar tierra caníbal. No
sería para menos.
He tardado como
tres meses en leerlo. Es libro de sabor, no de intelecto. Dos páginas en el
baño, tres a la intemperie, en el patio, así, entre la escatología literaria y
el sol, mirando correr niños congoleses y oyendo platicar, en el balcón de
arriba, a sirios, armenios o no sé qué. Entorno que me hace cómplice, en
aventuras que no son grandilocuentes epopeyas sino tristes y/o risibles
detalles de gente simple y común. Cuando Henry Morton Stanley escribe su carta
introductoria a quien dedica In Darkest
Africa, edición de 1890 (en casa), explica que su misión “de alivio” se
convirtió en odisea de enfermedades, debilidades, y no la potente carga imperial
planificada. No comparo a estos dos escritores tan disímiles; voy a la belleza
y brutalidad de la piedra sin pulir, a la anotación instantánea de la que se
nutre la historia, a pesar de no siempre conseguirse los objetivos.
Cuando termina el
monstruo de Manila, que incluso se hará melancólico a momentos, comienza la
odisea papuana, el ombligo del mundo. Patxi y su febril acompañante, el
contrapunto necesario y molestoso de toda acción de dos, tropiezan con una
realidad al margen de la desesperación. Su mundo ha dejado de ser real y se
zambullen a la fuerza en el aquelarre de las máscaras, el otro lado del que
hablan los gitanos rumanos: el vivo y el muerto-vivo. De fondo hay un verde, o
un conjunto de verdes, tan intenso que nos obliga a recurrir a los fauves.
Huyen,
prácticamente, de allí, no sin antes visitar otro ejemplo del objeto de su
viaje: el vertedero de Port Moresby. Humano, muy humano. Irurzun sobrevive en
lo que hasta parecería un aura trivial sin serlo: el amor de su Malen…
20/05/16
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Publicado en TENDENCIAS (La Razón/La Paz), 19/06/2016
Imagen: Portada del libro
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