Mis máscaras son
retratos de la muerte. Así con ojos vivos, azules las de México y Guatemala,
con ojos vacíos las de África. Dos coroneles generales de Napoleón las
acompañan: un coracero y un dragón. Ellos también son visiones de muerte.
A mi amigo Chaly
Rimassa se lo lleva la ráfaga de un camión. Diez años que no lo escucho pintar.
De pronto, virtualmente, llegan noticias de su fin. Qué queda, pregunto.
Pensando en él es fácil: colores.
Se aproxima agosto.
Con agosto, con el viento de ese mes que arrebata a los ancianos, retorna mi
padre. Pronto me sentaré en el piso de su tumba, que es la de mi madre también,
y solo veré caer el púrpura del jacarandá cercano. Colores. Ojos verdes de mi
padre. Ojos negros de mi madre. Máscaras y rostros alrededor. No hay ruido;
hasta la caldera se ha callado, ni sisea ya.
Boleros de
caballería.
Ha muerto Alí,
Cassius Clay, que en el filme con su nombre corre por los barrios pobres de
Kinshasa, entrenándose. Un negro en busca de su negritud. Algo muy por encima
de un combate que sería de gloria, Alí vs Foreman y la poética de lo imposible.
Mucho se escribe,
y se lo ha hecho desde 1960, acerca de un campeón que antes de boxeador era
humano, y controvertido, y contradictorio. Boleros de caballería, pífanos y
tubas.
Tengo que
decirlo: Muhammad Alí revive a mi padre sentado frente al escritorio; a mi
hermano Armando en uno de los catres; yo en el otro. Miramos el combate de dos
tapas de cerveza, cada una con un rótulo encima. Esta vez es Cassius Clay
contra Ringo Bonavena. Igual a la realidad, la tapa dorada de cerveza tira de
espaldas en el ring a la azul. El argentino levanta los brazos en triunfo (mi
madre es argentina), pero el negro se levanta y gana la pelea por puntos.
Joaquín anota con letra diminuta de amanuense egipcio el resultado. Cerradas
tarjetas cuentan historias de triunfos y derrotas. No tibia estadística, no.
Dos niños las viven y las releen en la noche y conversan sobre ellas. El box es
el imaginario de nuestra infancia. Guerreros sin espadas, con guantes. Por eso,
los domingos, en la plazuela Colón o en la arbolada Cobija, Joaquín Ferrufino
Murillo nos hace pelear con otros chicos. No lanza al ruedo a los educados
niños Ferrufino, preciados por las monjas del Maryknoll, sino a dos Clay, dos
Alí, dispuestos a destrozar a un enemigo que tampoco nos ha hecho nada, como
los vietnamitas no le hicieron nada al campeón. Sin embargo seguimos.
Llanto. Bolero.
Danzón.
La noticia me
encuentra despertando a medianoche para el trabajo. Entonces la oscuridad deja
de ser la misma. Hacía años que no pensaba en Muhammad Alí. A esta hora se
muestra tras de la luna como una máscara fang, de lodo blanco, como un
fantasma. Las máscaras fang tienen un agujero pero sin ojos… Los ojos de los
fang, según Cendrars, brillan en el cielo negro como la piel. Otra vez la
muerte que toca la ventanilla del auto diciendo aquí estoy, nunca me he ido.
Hoy es tu madre, mañana tu padre, tu amigo, incluso Alí porque no hay, o no
quedan, campeones contra la muerte, la infinita, terrible boxeadora.
Escribir
reminiscencias, análisis, veleidades políticas, ciertas o no, lo dejo a otros.
Brilla la tarde pero más brilla el silencio. Apuro un café y me escondo de las
paredes que se han cargado de difuntos. Una foto del campeón de peso pesado
dobla la mandíbula de Doug Jones como si fuese de plástico. Henry Cooper, el
campeón inglés, se deshace en sangre. El rostro ha sido martillado burdamente
igual a una escultura mal trabajada.
En el Chaco, en Kilómetro
Siete, una banda aviva las bayonetas bolivianas. Suena una canción y George
Foreman se desliza hasta el suelo con lentitud de algodón. Kinshasa. El
dictador Mobutu sonríe. Sus dientes son los de la mala muerte, que la hay
buena. La fanfarria festeja el triunfo de Alí, con más virilidad que los versos
de Césaire, de Neto y de Senghor.
Murió el hombre
que bailaba en el ring, para quien el puño era una fiesta, mujer vestida de
rojo, regordeta y hermosa, con hilos blancos amarrándole el vientre resaltando
los senos. Debajo tenía vendas que hacían de enaguas y también la sangre o el
carmesí que emanaba de su sexo. Golpea, gira y golpea, igual a la rumba que
alarga el brazo izquierdo, luego el derecho, pie adelante y atrás. La muerte da
una lección de baile y la apodan mambo.
Hablar de vacío
es nimio porque nada está más lleno que el silencio. De a ratos, péndulo
incansable, la onomatopeya, pum, pum, pum ¿Golpean a la puerta? No, señor, es
Muhammad Alí que ha puesto de sparring a la muerte y la vapulea. Por ahora.
Sabe que perderá. Mientras tanto se divierte, baila y baila, y con Alí, de
altos botines blancos, bailan las máscaras, bailan mi padre y mi madre.
Permanezco en la silla, anotando para no perder tiempo.
Boleros de
caballería.
09/06/16
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Publicado en PUÑO Y LETRA (Correo del Sur/Sucre), 13/06/2016
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