Cambio de llantas
y cambio de frenos. Las cosas se gastan, no son eternas como los presidentes.
Ni rebuznan como tales.
Aurora amanece
frío, nublado igual al lago de Corani aunque no tan húmedo. Va mejorando, sale
el sol. Aprovecho para salir a arreglar el auto.
Mi padre siempre
decía, hablando de los Estados Unidos, que agradecía a dios -un decir para un
descreído- por los mexicanos. Lo explico. Resulta que son hábiles, llenos de
recursos. Ante el despilfarro de partes, piezas, del norteamericano, encuentran
soluciones aprendidas de la pobreza para todo. No es que el estadounidense no
lo haga, pero la sociedad rica se ha sofisticado tanto que ya no se practica. Y
esa situación ideal, la época de oro que sucedió a la II Guerra Mundial, se
extingue, dejando atrás generaciones que crecieron en el mimo, que creyeron en
las posibilidades infinitas del dinero, que hacen cada vez menos.
Una puerta rota
puede ser reparada, no cambiada; cualquier otra cosa lo mismo. Eso va en
beneficio del consumidor y ayuda a crear un vínculo superviviente entre
nosotros, minorías. Lo hacen los chinos, con éxito. Es a la vez manera de
defenderse y de crecer sin olvidar el pasado. Lo ideal sería sin atisbo de
nacionalismos pero es difícil dado el fuerte sentido racial y de territorio que
nos asocia, en un espacio donde todos los latinoamericanos, incluidos los
rubios argentinos, somos para los otros, los gringos, iguales.
Por qué si
necesito arreglos en el carro prefiero ir a un taller mexicano que a otro
local. Ahora que está Trump hay más razones válidas, pero siempre fue porque
ambos, cliente y trabajador, sabemos que en un ambiente ajeno cualquier ahorro
sirve. Además, y quiero ser enfático, existe cierta solidaridad y afecto que
permite conversar, bromear, aprender que a pesar de ser en apariencia tan lejanos,
estamos más cerca de lo creído.
Llevo dos horas
en el taller Cocula (Cocula, Jalisco) mientras la tarde tornó apacible. Me
ofrecieron tacos y mostraron fotos de familia, trabajos. Un cuidador de
caballos en el sur de la ciudad, empleado por gente enfermante de rica, contó
sus encuentros con fauna salvaje y compartió videos propios del rancho donde
trabaja. Se ven osos negros, ¡una pareja de linces!, profusión de serpientes de
cascabel. Dice que le pagan 700 dólares por quincena, que es poco, pero le dan
casa. Parecía que nos conocíamos de mucho. Entre mecánicos nicas, hondureños y
del vasto México, pasamos un rato riendo. Distinto sería si me iba a Firestone,
y diferente en el precio también.
Pago, no estoy
seguro de que sea así en todas partes, en efectivo y tengo garantía de palabra.
En 25 años no hubo dificultad y eso me gusta. No podría hacerlo “al frente”, no
sólo por regulaciones sino quizá porque se ha perdido algo íntimo. Tal vez
nunca existió. Pasa con los barrios donde uno vive; prefiero, fuera de
cualquier vicio de ghetto, estar cerca de lo mío entre comillas. Puede que sea
desidia pero creo que no; he conocido demasiado como para saber que por muy
buenos que sean los unos no son parecidos como los otros. Asuntos como este dan
lugar a aberraciones nacionales, racistas. Pero yo hablo de comodidad, de la
soltura de sentirme con gente a la que creo conocer, que sé interpretar. Nada
más.
Esas gracias a
dios siguen vigentes. Imagino que serán santas para quienes no tienen el
recurso del idioma. Imprescindibles. En el caso de la indocumentación, peor aún
(o mejor) porque ahí no queda opción: o te arrimas a los tuyos o te hundes. Sin
que sea fórmula y que no existan excepciones.
Evadir el mundo
de la tarjeta, manejarse con billetes arrugados. Implica hasta algo de trueque,
que incluye apretones de mano, no una transacción aérea. Salgo con los dedos
engrasados. Hay poesía y memoria en este amasijo de desechos metálicos, en el
piso de tierra, en la mugre de los platos donde se comieron tamales.
23/10/17
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Publicado en EL DÍA (Santa Cruz de la Sierra), 24/10/2017
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