Le regalaron un
espejo. Ahí se contemplaba, pero, inclinándolo a los costados, estudiaba también
el panorama: posibles clientes, habladurías de las siempre envidiosas putas, la
ventana y por la ventana el cielo.
Así vio como
arrojaban escaleras abajo al periodista del mayor diario local. Resulta que en
el frenesí del alcohol, entre poetas, pintores y reporteros, alguno sufrió un
ataque de pánico y creyó, dada la estatura del desgraciado, estar ante Chuckie,
el muñeco diabólico. Era temporada de Urkupiña y los sexos se hallaban
caldeados. La Juana, o Las Brujas, no daba abasto. Faltaban mesas, sillas y
sobre todo camas. Había que improvisar. Con biombos de caña hueca fabricados
con premura se habilitaban rincones donde por algún descuento, que luego era
rescatado en singani, se podía echar una “paraguaya”, de parados, según la
disponibilidad de muchachas voluntarias. Todo empezó allí, porque el
escribidor, que no pasaba del metro cincuenta, quiso hacerlo con una alta y
rubia meretriz que alegaba ascendencia yugoslava. Fue motivo de risas en la
mesa, peor en el momento en que la blonda lo sacó a empujones gritándole que
nunca podría llegar. “Enano”, maldijo.
Entonces estalló.
Despotricó contra el gremio, contra los hombres, los cochabambinos, las putas.
Parecía un floripondio de gran boca abierta y narcótica. Los gritos despertaron
a otro comensal, amigo suyo, que andaría por los rumbos de la pesadilla por su
manera de reaccionar. “Chuckie”, aulló, “Chuckie el muñeco maldito”. Y saltó,
agarrando al orador por el cuello, tirándolo con gran violencia por las
escaleras. Quienes conocieron la Juana saben que se trataba al menos de veinte
escalones pronunciados. Entre rebote y rebote afloró por el hombro un pedazo de
hueso, blanco en comparación a la oscuridad del pasillo, pero con colgandijos
sanguinolentos que daban impresión de mocos de resfrío.
Hubo conmoción.
Los comensales se convirtieron en enfermeros, médicos, cirujanos. La opinión
general opacó los gritos del escritor. Las putas, semidesnudas, repetían
“pobrecito”. No faltó un pragmático adalid que contratando un taxi lo mandara
camino del Viedma con algo de plata y consejos al chofer.
Casiopea, desde
su espejo, sonreía.
La noche, que
apenas asomaba por una desgarrada cortina plástica, parecía de obsidiana (Le
Clézio). Sus ojos cuchillos mayas. Supe, por instinto, que ella siendo
mexicana, guardaría detrás del calzón el ave mítica de pico y jade, la
serpiente emplumada, Quetzalcoatl. Descubrí, esa vez que fue última y única,
largas plumas verdes colgando de líquenes imprecisos y retorcidas ramas húmedas
y barbudas. “Hagámoslo por atrás”, sugirió, “si aumentas diez pesos”. Se puso
de cuatro, de cuatro patas, cuadrúpedo; tomaba sorbos de Huari desde una
botella café. Miré. Recordé a don Carlitos, viejo, pervertido, corrector de
pruebas que cabeceaba con un lápiz entre los dedos mientras el director del
diario le leía largos y somnolientos editoriales. Decía él que cuando un sexo
se te ponía delante, abierto como estaba este, había que echar alpiste cerca,
para que todos los pájaros que hubiesen entrado salieran hambrientos dejando la
cueva libre. “La pureza de una mujer, cualquiera, se mide por el metraje de
penes que acogió en su vida”. “Algunas tienen kilometraje, y si sumas pájaro
tras pájaro habrás alcanzado una distancia como hasta Quillacollo”. Matemáticas
de quien de seguro ya murió y que a pesar de parecer ducho en lides amatorias semejaba
guardar un amargor bien dentro, que creaba estas imágenes de rabia.
Ella echó los
negros cabellos adelante. Cascada de tules. Y se relajó.
El movimiento
sincopado y distraerme con una reproducción de la Última cena de Leonardo en la
pared hicieron que no me diera cuenta. En ese momento, cuando sujetaba las
corvas duras y morenas de Casiopea, pensaba en la posición de Judas, tirado
hacia atrás. Era cuando escuchó al Cristo afirmar que alguien de la mesa lo
traicionaría, que lo vendería por míseros veinte táleros como si fuese
alcachofa o berenjena de mercado. Apuró, Jesús, un trago de oscuro vino. Justo
cuando ella apuraba otro desde una botella marrón.
Al escucharla
tragar, miré hacia abajo. Dejé para otro momento el reconocimiento de Santiago
apóstol, que creo no tenía barba e imitaba a un maricón. Un reflejo, fugaz,
guiño apenas, descubrió que entre los cabellos ella observaba al detalle mi
rostro gracias a su espejo. Yo que creía estar libre de miradas indiscretas, me
encontré desnudo, avergonzado, in fraganti en mi poca pasión por el pecado
nefando que se me había ofrecido y otorgado. Seguí, nobleza obliga, ya sin
importar si Casiopea giraba su espejito de un lado a otro.
Puesto el
pantalón, metiendo los bordes de la camisa dentro de él con la mano derecha, le
pregunté por qué lo hizo, por qué lo hacía, por qué no miraba directamente, por
qué, por qué. No respondió. Ojos de cuchillo maya, pupilas de obsidiana,
dientes de jade. Sacó de la gaveta, desventrada y con exceso de uso, un
cuaderno de dibujo, tapado con crayones y lápices de color. Staedler, mostró,
“caros pero son los mejores”. “Tienen la textura del óleo”.
En ese momento
oímos música. “Ya lo estarán cosiendo”, dijo alguien. “No hay que preocuparse.
Dios y la virgencita le darán alivio”. Nos reímos, sabíamos que hablaban del
periodista que se fue como avalancha hasta la calle Hamiraya ¿o era la Tumusla?
Al final no importaba.
Casiopea abrió el
cuaderno. Esbozos y más esbozos. Rostros desde distintos ángulos. Y un ensayo
que debía ser la obra central proyectada, otra última cena moderna, donde
Cristo y los apóstoles iban perfilándose claramente con los rasgos de los
parroquianos del prostíbulo.
Sé que es
herético, susurró, y que tal vez me pierda las delicias del cielo por esto. Mas
debo hacerlo. En ningún otro lado podré
captar el detalle de las expresiones como lo hago aquí. Todos creen que ando
admirándome sin parar, que la vanidad es un mal terrible. No imaginan que para
mí el espejo es como una cámara y que basta un pequeño quiebre de muñeca para
que mi cara se convierta en la de otros, en sus cuerpos, su movimiento.
Miré con atención
el panel horizontal donde ya estaba la mesa pintada y los rostros también.
Ropas y actitudes permanecían en esbozo, quizá buscando el momento preciso para
eternizarse. La miré, sentada, achinada en su rictus indio mexicano. Del calzón
azul moteado escapaban largos vellos: las plumas del quetzal sagrado. Reconocí
a ciertos habitués de la Juana haciendo de apóstoles la víspera de la muerte
del mesías. Pensé en Pan Apolek, el pintor de iglesia de la Galitzia polaca,
que a sus santos puso detalles físicos de los feligreses del vecindario:
profetas con cara de herrero, lavanderas de vírgenes, y que Isaak Emmanuilovich
Babel eternizara en sus cuentos de la caballería roja.
03/07/14
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Publicado en MADRID-COCHABAMBA, Cartografía del desastre (con Pablo Cerezal), Editorial 3600, La Paz, BOLIVIA, 2015; Lupercalia Ediciones, Madrid, ESPAÑA, 2016
Imagen: Escuela veneciana
Imagen: Escuela veneciana
Maestro del erotismo y la crítica religiosa, todo un arte bien conjugado, ameno y libre.
ReplyDeleteNo tuve esas vivencias, para espanto y sorpresa del tío Negro, le confesé a los 31, que permanecía virgen o lo que significa no conocer sexo. Me dijo que eso era una locura, una infamia de la iglesia. Y creo que tenía razón, ahora que soy viejo. Tus escritos me gustan, amigo Claudio, vivo a través de tus relatos.
Me alegra, Fernando. Yo te agradezco las lecturas y los comentarios. Vivir de lo que se lee está bien. Lo hago desde pequeño. Gracias.
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