Claudio
Ferrufino-Coqueugniot
He pasado la
tarde de este domingo arrebatando minutos al tiempo, tratando de aprehender
algo de lo que quiero y escapa. Ayudó el frío, esa llovizna de copos casi
inmateriales que cae a veces. Decidimos, Ligia y yo, aislarnos hoy, cortar los
lazos con el mundo exterior –que bastante hay interno- y aprovechar la modorra
del invierno que calma, no a todos, e impulsa un espíritu casero.
Conocí -obra de
piano- a Ignaz Moscheles. Música ideal para el refugio que la decisión había
construido y que bloqueó llamadas, cartas, golpes a la puerta (no los hubo).
Lecturas aquí, Mendelsohn, más de Moscheles, un interesantísimo documental
sobre Korda, el fotógrafo de aquella imagen del Che… sí, aquella. Por supuesto
que me situé en Cuba, y también en la Paz. Esta última sin saber bien por qué.
Se diría una
tarde sensual, sentidos corriendo entre piel y arte. Fuera del arbitrio del
dinero, ajeno a la ordenanza. La tarde se ponía gris, y cuando asomaba el sol
venía con brillo de oro. Una estatuilla africana, cubierta de soga bicolor y
con barba colgaba al lado de un pez colonial potosino en madreperla. La cueva
del ogro, la caverna neandertal, con luz y vaho frío. Norteamérica está
callada, encerrada en las casas mirando el Superbowl. Algunas tomas soberbias
de downtown Minneapolis. De a ratos encendimos la tele, solo para saber porque
en la noche, en el trabajo, comentarían y tendría que tener al menos una
opinión para aportar. Eso o dar un rotundo no a la subcultura del fútbol y
pasar por raro, desprovisto de energía, extraño, extranjero, terrorista.
Moscheles. Pila
de frascos vacíos para escabeche. Mañana debo dedicarme a ello, a pelar cebolla
y cortajearla, a mezclar vinagre blanco con rojo, pellizcar sal, añadir
pimienta, hierbas aromáticas, ají panka amarillo, de acuerdo a lo que quiero
aportar al sabor que perseguimos en esta sociedad ilimitada, desconocida, aún
brumosa en que me metí. De gastrónomo astrónomo, creo yo.
Leo, hasta hace
un momento en que aflora el crepúsculo, que cubre blancas piernas de mujer de
velos sombreados. En Sukhanov (Nikolai Nikolayevich Himmer), decía Kerensky,
hablando del zar, que él no sería el Marat de la Revolución Rusa. Corría marzo.
Lenin escribiría su Tesis de Abril. Sabemos lo que pasó. Dando circunloquios
lectores voy asomándome al cetro del poder. Sukhanov y Amílcar Cabral; Rebeldes
y Amos 1500-1600, de Perez Zagorin. Españoles y holandeses renovando la
matanza. Europa tiene tinte gris en treinta años de guerra. Dramático aunque
Grimmelshausen ponga su aporte jocoso.
El domingo va
muriendo luego de tan largo intervalo. Tuvimos a Boccherini y a uno de los
Bach. Recordamos los patios de Puebla, de conjuras antifrancesas. Incluso así
el día no alcanzó. A pesar de que la comida la envió una amiga: barbacoa y
ensalada de fideo, y no calentamos el horno. Ahora está oscuro. Sobrevivo en
dos luces que ayudan a ver la pantalla del ordenador y sugieren que tal vez
este domingo sea el penúltimo antes de la esclavitud de buscar fortuna.
Dinero y poder, a
eso llegamos. A la encrucijada en que a partir de pronto saldremos en pos de
conquista de lo que importa en el mundo: dinero. No queda otra. Aunque sí,
queda, la sensación de que existen universos de paz, confianza, entretenimiento
y aprendizaje que no tocan ni por los costados las minucias de la ambición.
Pena dan Donald
Trump y Evo Morales, tan solos en la pequeñez de visión, en sus limitaciones,
su corto alcance. Que uno deba por obligación y angurria pensar cada segundo en
cómo mantener prerrogativas y beneficios no puede ser menos que terrible.
Asediados por miedo, atenazados, puestos contra la pared. París no vale una
misa, pero sí lo valen esas teclas de piano que Ignaz Moscheles acaricia.
Porque en ellas hay eternidad; del otro lado, materia.
04/02/18_____
Publicado en EL DÍA (Santa Cruz de la Sierra), 06/02/2018
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