Claudio Ferrufino-Coqueugniot
Colfax Avenue.
Las seis. Jack
Kerouac en las paredes. Acabo de comprar un disco de música portuguesa de fines
del XIX. La cervecería del Perro Alpino, con un san Bernardo con barril de
cerveza, enciende sus luces interiores. Tardará para el crepúsculo pero se
nubló.
Cruzan personajes
de Diane Arbus, o peores. Muchachas con minifaldas naranjas, de bellas piernas
color de pollo. La bartender es de Sonora, del gran desierto yaqui. Sus padres,
no ella, pero tiene un aire que para los no conocedores parecería apache, o
comanche.
Obsesión de Jim Morrison:
el indio norteamericano. Shamanes que vuelan sobre el desierto Mojave como
novias de Kusturica. Huele a gas. Cocinamos. Asados con ajo. Queso menonita
frito que corto en trozos cuadrados de un cuarto de pulgada de espesor. Pienso
si tal vez Marco, el perro de mis hijas, agoniza. Está viejo, muy viejo,
descaderado pero aún inquieto. La vecina negra pregunta por su edad. Dice que
al suyo, perro lobo que dormitaba a la intemperie, lo ejecutaron a inyección.
Sufría, alega, y lo envó por el camino de un solo lado.
Hablamos con Omar
de mujeres, de otra mesera en la cervecería Mockery, al lado del río. Barrio
industrial donde ella brilla con poleras guinda. Esconden majestuosas tetas,
magistrales, Kilimanjaros con leopardo congelado incluso. Pezones duros.
Luego partimos.
Sobre Denver cae en llovizna la noche. Los amantes se marchan al folle; los
gordos a comer. Tuesto un morrón y lo arreglo encima del queso. Casi pintar el
asunto, diría.
Me recuesto en la
cama doble con seis almohadas y una sábana. Marco gime en el piso. El mundial
de fútbol transcurre con mi ausencia.
Tomo café negro.
Miro algún porno privado. Memorias de tristes mujeres que sabían reír. Gritaban
te amo en lenguas muertas. Duermo por cuarenta minutos. Despierto. Venus brilla
en el cielo camino de Centennial para completar mis veinte horas de trabajo.
2018
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