Comento con
Rodney que son 29 años para mí en los Estados Unidos. 29 en Bolivia. Mitad y
mitad. Lo describí en breves textos que llamé mis Cuadernos. Ha crecido que ya
es un libro, tal vez con una cubierta de bandera al estilo de Jaspers Johns.
Con el tiempo
supongo que la pérdida comparativa hará de Bolivia difusa. Allá quedan los
huesos. He de ir, pronto, para despedirme del sol del patio de casa. Del parral
enfermo, de los troncos de molle hechos asientos para momento de parrilla.
Encontraré, así deseara evitar, las ruinas de mis pasiones, la silla donde ella
se sentó y la mesa en que la acosté con su abierto vestido floreado. Riesgos de
que el pasado te devore; y riesgos de futuro.
Veinte y nueve
años. En el ghetto negro, donde viví, emborraché y trabajé, todavía tocaban
entonces a The Crystals y The Ronettes. Prepucio del rap. Pilas de zanahorias
se pudren a la intemperie. Miro atrás, hacia el dormitorio de cuatro de la
mañana y las almohadas están vacías. Recuerdo… El tren de Gallaudet marcaba el
tiempo como reloj. Un bus en la esquina de dos avenidas servía de hotel de los
pobres.
Vuelve pronto, me
dijo mi padre. Un año, respondí. No lo hice ni en veinte años y me acuerdo de
él con su rostro de dragón la última vez que lo visité. En la habitación pequeña,
a la que se había trasladado luego de la muerte de mi madre, quedaban mis
huellas con las de L. en tormentosas sábanas. Hay videos. Somos jóvenes y nos
burlamos de nosotros.
Dos años estuve
indocumentado, hasta que mi primera esposa me arrastró hacia las oficinas de
inmigración a responder tontas preguntas, otra vez sábanas, su color y el color
de las paredes. Con el tiempo me fue dado otorgar papeles. Lo hice con las
hijas de mi segunda mujer y ella. El ilegal que permite que los nuevos agiten
banderitas norteamericanas de papel y se regocijen con un status por el que los
chinos pagan treinta mil dólares. Entregué la firma y sentí que este era un
mundo extraño. Peor lo siento ahora.
La gente, cuando
se nacionaliza norteamericana, suele festejar. El día que me tocó, por motivos
que no vale mentar, puse la bandera que me entregaron en el bolsillo de atrás,
ese donde los antiguos llevaban el peine. Este desdén por la grandilocuencia me
ha costado. La convicción se confunde con desidia, y suele ser la mujer, tristemente,
la que sale con el fatídico “no te importa” para castigar la falta de
entusiasmo por eventos que debiesen ser intrascendentes. Llevo 29 años acá sin
pronunciar ni un “ok”. Convicción, sí, y a aguardar el castigo, el chicote
fatal de la ignorancia.
Se acerca el
onanismo de las cuatro y media. Una mujer me dice que abrirá su lecho por tres
días si permanezco siete, a manera de aliviar mi soledad y cumplir sueños
inconclusos. Lo haré, pienso, con piel casi sesentona y empalidecida,
divorciada y todavía febril.
¿Qué será de mis
amigos negros? ¿Seguirá el coreano preparando alitas y narrando su infortunio
de mujer arrebatada y llevada a Bolivia en manos de un relojero? Mi esposa, decía,
era linda, diminuta y cachonda. La sedujo aquel paisano con relojes, que yo
hedía a pollo. El tic tac contra el aceite; el tiempo en contra de falsos
embrujos.
Mujer de
relojero. Washington DC olía a húmedo. Los transeúntes enfrascados en sus
ideas, cubiertos hasta las rodillas por abrigos. No lo hubiera pensado, tantos
años. Desde aquella mañana en la Galería Corcoran en que admiré a Lee Miller,
hasta dos semanas atrás cuando los rusos de arriba retornaban a Ufa, república
de Bashkortostán, se ahorcaba Anthony Bourdain y el cielo venía con horrendos
presagios.
Vuelve pronto,
repite papá. Le aseguro que al fin he de recostarme a su lado.
25/06/18
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Publicado en EL DÍA (Santa Cruz de la Sierra), 26/06/2018
Imagen: Jasper Johns
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