Claudio
Ferrufino-Coqueugniot
A Victoria
Nedohybchenko
Todos
estaban enamorados de Anna Ajmátova: Blok, Mandelstam, Gumiliev… Cuando leo sus
memorias y menciona un lugar cercano a Kiev donde vivía su madre, me digo que
estoy aquí. Qué privilegio.
A cuadra y
media está el Jardín Botánico, el Parque Shevchenko. Yo que soñé con las
páginas de Molnar y el Botánico de Budapest, me siento ahora en un banco
grisáceo y escucho caer las hojas amarillas, redondeadas, de un árbol que
desconozco. Pasa un perro detrás de algo arrojado por su ama, algunos niños con
sus padres, dos, tres jubilados tomando sombra. El gusto por el decaimiento, la
senectud de esto que todavía podría ser Europa Central pero se tira al este y
tiene tártaros en los ojos de sus mujeres bellas. La felicidad para mí carga
color de otoño.
Inicialmente,
al ver las gradas sombrías me espanté. Olía a humedad; sabía a tiniebla. La
diferencia con la colorida comida marroquí de Sabah en aquel piso 7 del Madrid
de ayer, era obvia. Aquí los pintores habían dotado al espacio de crudo color
de orín. El ascensor para dos, tres ajustados. Piso quinto.
Han pasado
7 días y estoy más que conforme. Este silencio es refugio grato de lectura y
escribir. Volvería a abrir las chirriantes puertas metálicas, a ver la
neblinosa penumbra de las cinco. Podría anotar un libro entero en mi silla
plegable con escritorio negro. Un vaso de agua que imagino vodka en homenaje a
Bukowski. De él entré a un bar con su nombre y estaba vacío. Cerveza en botella
Stella Artois. Salí, prefería el bar popular de cerveza ucrania donde todos me
creen turco. ¿Bolivia? Qué animal será ese en las llanuras de África.
Siete días
y en cuatro me voy, retorno a la más o menos paridad norteamericana, a ganarme
el dólar para comprar ladrillo y reconstruir, que el edificio caído ya reclama
por concreto y teja. Por lecho y vino, Bach y Haití.
No apuro el
vaso de vodka-agua. En calzoncillos escribo, azules como varoniles deben de
ser, con calcetines negros y rombos rojos, pensando en rostros que he visto
estos días y que han arrebatado a mis hijas pensando en un papá orate. Que esta
nieve de barba no refleja el corazón de hierro, y los pantalones esconden,
todavía, las piernas de un zaguero paraguayo, de esos que dan leña.
A mí venía
a tocarme la calle de León Tolstoi, Lva Tolstoho en ucraniano. A mí que adoro
al santón que no era muy santo y bastante irascible. Todos los trenes de Rusia
me llevan a él. Todos amaban a Anna Ajmátova. Yo también. Y Modigliani.
Ya me
conocen en el mercado besarabo, y ayer, domingo, que entré temprano bien
peinado con lustrosos zapatos, las tres dependientas sonreían, hablaban entre
sí y reían. No soy tonto para no darme cuenta, no necesito el idioma. Y algo
coqueto soy, vanidad de feo, y jugué al extranjero tonto para ver brillar ojos
azules.
A cada rato
tomo un expreso amargo. Eso, en Ucrania, me gustó, los cafés al paso, en autos
con las puertas abiertas y una máquina, en una silla con otra y una vieja de
pañoleta que hasta menea el azúcar en tu vaso si lo pides. En la acera. Café
informal, no es mala idea. Y hay cerveza al paso, un cuartito con varias pilas
en la pared y la nota de a qué cerveza pertenecen. Te la llevas en botella de
Coca Cola, en un vaso plástico, o la bebes parado, al pie de las ametralladoras.
No hay sillas. Tome y váyase, no discuta ni converse.
Cero grados
en el exterior. Una buena ducha caliente me ha disipado dudas acerca de mi
hombría. El día, así gris, pinta bien. Voy a extrañar mi casa del 22 de la
calle Tolstoi, y mis paseos por el parque. Vuelvo a una modernidad cómoda pero
a veces sosa. Si regreso, quién sabe. Lo
sabrá ella.
12/11/18
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