Claudio
Ferrufino-Coqueugniot
Leo de
Boris Zaitsev líneas acerca del poeta Viacheslav Ivánov. Lo último es de Roma,
en el Aventino, cuando en Roma crecían repollos en los huertos. No los vi en
este único viaje pero intuí la pena del autor por la cercanía de la ausencia,
que es el otro nombre de la muerte.
Hay seis
grados centígrados en Jarkov. El cielo está gris en cada una de las dos
ventanas que tengo. Tercer piso de un hotel insulso. La ciudad tiene rastros
todavía del Halloween que es muy festejado aquí. Pienso en el tío Hugo, en sus
recuerdos de Rusia. El “tío Negro”, le dice Fernando Rojas. Rusia está a un
paso. El material bélico disperso lo recuerda. Al sur se matan sin desmedro.
Esta gente
es torpe, brusca, a pesar de que sus mujeres caminan con garbo, son delgadas,
cintura fina, con andar supongo soviético. Nadie saluda, nadie sonríe. Será el
comunismo, la historia trágica, los mongoles, los tártaros, rusos, suecos, alemanes,
el estupro permanente. Tal vez. Tan diferente a mi experiencia norteamericana
de 1989 donde todos se desvivían por ayudar, sí, los gringos que votaron por
Trump, esos, así eran, y debajo del felpo inmundo puede que sigan igual.
Hiervo un
té y como mini croissants congelados. En un rato salgo. Miro un par de
iglesias, algún ulano notable que vi por ahí al pasar en taxi. Diferente a
Odessa. Allí sentí el apego a una ciudad dormida; esta rebalsa en
construcciones gigantes, se nota la industria. Pero la gente es la misma,
hombres y mujeres, cada sexo cortado con una medida. Hay pobreza, mucha, y
ostentación, Mercedes y Porsches, más aquí que en el mar negro, pero los mismos
rufianes, siguiendo la tradición mafiosa de la riqueza kitsch, del labriego que
ha alcanzado un punto donde puede mostrarse, de Evo Morales y la fatídica revolución
maleante, de la mafia italonuyorquina que quería parecer aristocrática y daba
risa.
Ya marcan
las once. Nueve grados. Recuerdo que en la explanada de Odessa, justo antes de
las gradas de Eisenstein, una radio tocaba Radio Reloj, de Manu Chao. Me gustó
escucharla, el único español de Ucrania hasta que tropecé con un chileno pelado
y altanero, casado con una local cuya familia vivía cerca de una fortaleza
medieval. A veces es mejor no encontrar a nadie, menos a paisanos o vecinos que
huelen a desecho histórico.
Almuerzo en
Sharikov, restaurante nombrado por aquel personaje de Bulgakov. Ambiente cargado,
a ratos interesante, a veces lindo. Pero una mala mezcla, ignorante, de cosas
valiosas y de objetos sin valor. La comida es buena, catlets de pescado y papa
rallada y frita. Otra vez la profusión de hoscos labradores convertidos en
oligarcas, Se les nota en cómo llevan las camisas, los reflejos que no son
aquellos de un dandy aunque deseen por sobre todas las cosas, incluida su
lombrosiana cabeza, serlo. Sus emperifolladas mujeres en la tradición de Rita
Hayworth, sin asomarse a la bella.
Sonaron las
cinco de la tarde. A las cinco de la tarde. Hora del té. No encuentro una casa inglesa
donde comer un shepherd's pie, y tomar alguna exótica variedad de las colonias.
Y así asoma
el domingo, impresionado de cómo devoran sushi las muchachas para el desayuno,
y ostras crudas con limón, mientras yo me atengo a un modesto omelette con
jamón, como si estuviera en la esquina de casa en Aurora escogiendo entre las
variedades de huevo para el desayuno. Mas los monumentales edificios de
singular arquitectura me recuerdan que estoy casi en oriente y me siento Marco
Polo, de hirsuta barba, incluso.
Alguien
escribe, promete calor en Kiev, que el iphone asegura está frío. No vine sin
embargo por calor de piernas ni tostadas uñas de pie que raspen dulcemente los
tobillos. Pasto en un caballito tártaro, pequeño y rápido que me lleva desde
los confines del Catay occidental a los campos salvajes del Dnieper. Semejaría
que huyo pero descubro. Y tanto en tan poco tiempo, en el dichoso salto de mata
que te hace cauto y decisivo por igual, que no sé si la precariedad de una
mujer ayudaría un poco. Precaria hoy, que en realidad son mayores y de mayor
complejidad y entendimiento que nosotros. Pero no mientras voy de explorador,
de scout en el misterio del yo.
Suenan las
8. Radio Reloj. Me aseguro estar en la cárcel, recuerdo la sombría estatua de
Giordano Bruno. El cielo está estrellado de día, luna y planetas abandonaron la
noche. Señal del fin del mundo. Digo que llamaré un taxi; el té negro me ha
puesto alegre; el chocolate eufórico. A alistar los zapatos que mañana dejo
Kharkiv, Jarkov, y otra vez hacia Poltava y adelante, en la huella histórica de
las guerras, en estas mínimas batallas personales en las que de pronto me
siento triunfante, el hombre en la luna.
03/11/18
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Imagen: Restaurante Sharikov, Kharkiv
buenos dias Claudio,yo tambien he percurrido estas rutas llenas de sombria y delictos dostojeskianos (?), la guerra està siempre presente como se hubiese terminado ayer. tambien hoy hay guerra. tristezas y frio en las animas.el dio dinero . las putas indiferentes, alguien podria morir de desolacion en medio a los blok con escalera maleodorantes y lift bloqueados. tu articulo me hace rivivir el tiempe que pasè en aquellas tierras."triste, solitario y final."
ReplyDeleteExactamente así. Más en Odessa que en Jarkov. Y seguro que se extiende por todo lo que fue la URSS. Un abrazo y gracias.
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