El invierno
de Denver es una asombrosa primavera. Hasta que caiga la espada del hielo y nos
congelemos con 25 bajo cero. Siempre es así, aunque no se ve más la nieve que
se veía hace 20 años, diga lo que diga Trump acerca del cambio climático.
Hay silencio.
Hora de dormir o reflexionar. Una amiga escribe que se acuesta; otra, más
lejos, que se levanta; una más, al otro lado, que disfruta el almuerzo. Estará
amaneciendo en Cochabamba. Recuerdo la escarcha, el rocío sobre los rosales que
tozudamente mi padre plantó en línea, en el pasillo al lado de los dormitorios.
La casa paterna está quedando aislada, bajo la sombra de edificios de varios
pisos. Pronto los corredores de bienes raíces estarán tocando a la puerta,
porque lunares así, en esta época, no pueden existir. Con la tierra se irá la
tumba de mi perro Choki, el pasado, la memoria, la casa grande llena de
espectros que hacían correr a los inquilinos, puertas que intentan abrirse,
sombras, golpes en la ventana. Saldremos del pasado cerrando el portón verde
que no veremos de nuevo. Quién pudiera quedarse en los tiempos niños, cuando
los padres proveían, amaban, y la vida era fácil y despreocupada. Poco duró y
no nos dimos cuenta.
El
progreso, dicen.
El lavado
de dólares del narco, una falsa economía, engañoso auge. Se habla de guerra
civil pero soy descreído. La gente se acostumbró a la mentira, a las migajas
que provee el dinero ilícito para hacer funcionar un país charro, surreal,
fatídico, con el mejor representante que la historia podía dar según la idiosincrasia:
el bienamado Evo, cacique con ínfulas estalinianas y tremendo espíritu de
lucro. No puede terminar bien. Tiene que terminar mal. Ojalá termine mal en
beneficio de la historia.
Los
acólitos berrean, berrinchan si se opina algo irreverente sobre el jefazo.
Intelectuales carroñeros medran al lado del tonto de Álvaro García Linera,
bruto como él solo pero comerciante. Claro que si el comercio tiene ilimitado
oro es fácil parecer ducho en tales artes. Porque sin eso, dudo que Alvarito
lograra algo. Para el personaje los libros son como ladrillos y él sin ser
albañil. País rosquero. País lameculo. País mendigo.
Así
vivimos, todo el tiempo, que si no era el Mono Paz era Burrientos, o el febril
enano coronel, Bánzer, que murió en santidad. Y la Gueiler, y el pelón
ayopayeño, y miliquitos violentos y analfabetos. Crecimos con la manía
guevarista de las montañas que fue un fracaso porque no hay reglas generales.
No lo entendió Che a pesar del desastre africano que fue preámbulo a su desidia
acá para comprender el territorio incomprensible.
Crecimos
viendo pistolas y abusos, contemplando militares borrachos que juraron en la
eternidad de sus prerrogativas. Continúan teniéndolas, no al nivel de entonces,
y hoy en calidad de sirvientes del orangután lampiño. Pero, igual, uno por
encima de otro; el poder sobre nosotros.
Guerra
civil mientras tomo un café a las 3:32 de la mañana. No es que el curaca
Morales impida el sueño sino que a veces la nostalgia de un país que no fue
pero que parecía nos invade en la emigración. Nina Berberova, de la emigración
“blanca” rusa refleja en su obra esa melancolía. Por eso me gusta leerla.
En un sitio
francés de cultura postean un texto con el título de “La mélancolie est une
maladie qui permet de voir les choses comme elles sont”. Viene, aclaran, de una
cita de Nerval. La melancolía, esa enfermedad, nos hace ver las cosas como son.
“De afuera se ve mejor”, cuántas veces lo he escuchado. No sé si mejor, pero
liberado de las ataduras económicas que podrían transformar la visión. Apuro el
café, hay que dormir. Que la guerra civil puede esperar, y esperará. La
pregunta es si estamos preparados para ella. Si vale el sacrificio, y a quiénes
y a cuántos habrá que sacrificar. Terrible.
07/01/19
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Publicado en EL DÍA (Santa Cruz de la Sierra), 08/01/2019_____
Imagen: Juan Gris
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