Claudio
Ferrufino-Coqueugniot
Lóbregos
escalones del edificio soviético. 22 de la calle Lva Tolstoho (Lev Tolstoi).
Quinto piso, apartamento 156. El vecino al lado pasa el día escuchando rock y
country; la del frente es una anciana con pañoleta en la cabeza. La otra puerta
nunca se abre. Se espera la primera nieve en Kiev. Bajo las gradas; en el piso
tres, el tubo inmenso y grueso que va desde el sótano hasta la azotea tiene una
abertura. Por allí tiro la basura que cae en algún lado. La escucho. Vaho de
mugre sale por la boca aquella.
De Roma
tomo el avión para Odessa. Pero primero se detiene en Kiev, luego Istambul y al
fin Odessa. Sé que por esto mi maleta no llegará a tiempo a destino. Supongo
que hubiese sido más lógico que de Kiev fuera al sur, a la ciudad del Mar Negro
sin necesidad de pasar por Turquía, pero la vista del famoso puente sobre el Bósforo,
iluminado de rojo, valió la pena. Istambul debe de ser de las ciudades más
bellas vista de noche desde un avión. Grande, extensa, avenidas y rascacielos.
Además de una deliciosa comida turca en pan pita y con yogurt. Luego veré que
estas comidas populares turcas han invadido Ucrania. Están en las calles,
baratas, y también en lujosos restaurantes con incómodos sillones.
Vi entonces
Kiev desde el cielo, la primera vez, y el aeropuerto. La vería de nuevo en otro
viaje ilógico, cuando iba de Odessa hacia Kharkiv y tuvimos que detenernos en
Kiev a pesar de que, otra vez, la geografía aconsejaba diferente línea entre
las otras dos ciudades.
Me hice
habitué de un bar de piratas. Le hubiese gustado a John Silver. Iba por las
noches y pedía si no cerveza ucrania un par de Guinness. Y arenques fríos con
papa al horno y pepinillos en vinagre. En un sótano de una fría capital eslava
imitaba a marinos nórdicos. Pero, siguiendo la historia, nórdicos fundaron esta
tierra. El eterno retorno. La sombra de Rurik por encima de las calvas con
trenza de los fieros cosacos.
Tanta
historia. Arte. Y literatura. Edificios con placas conmemorativas que hablan de
poetas y pintores. Hubo uno, por ahí, subiendo una de las colinas de la ciudad,
que tendría al menos cincuenta de ellas. No pude descifrar quiénes eran;
poetas, lo supe, porque en ucraniano esa palabra también tiene cuatro letras y
casi la misma forma. Busqué a Anna Ajmátova, la busqué como mi amante sin
verla. A Viktor Shklovski, sin verlo. Cuántos de ellos habría yo leído en la
infancia que era “rusa”. Apenas vi un busto de Gogol en Kharkiv; ninguno en
Kiev. La calle de Simón Petliura, el nacionalista que luego de los nazis se
considera el mayor matador de judíos. Nada de Majnó, Néstor Majnó, ni de su
ejército negro. Se admira a Petliura y se detesta a los hombres libres. Nada
extraño.
Taras
Shevchenko por todo lado, de joven, maduro, calvo, con tremendos bigotes. A una
cuadra y media de casa está el Parque Shevchenko, el Jardín Botánico. Me siento
allí, camino por sobre las hojas mustias, como en un fino café georgiano un
puerco con papas soberbio, y de yapa traen un vasito con un licor que es
simplemente fuego. El trago de la asfixia. Nunca probé nada igual.
Mujeres. No
se puede hablar de Ucrania sin hablar de sus mujeres. Mustafá, un peluquero
marroquí en Denver, con veinte años nuyorquinos a cuestas dice que no hay
mejores que las ucranianas y las rusas. Y tiene razón. Si en Portugal eran
bellas y antipáticas, acá son hermosas y cálidas. Devoro con lentitud el puerco
asado mientras observo las piernas largas de una parroquiana que parece
Nastassia Kinski. Salgo; hay viento helado. Cruzo la avenida y me siento en un
banco del parque, hasta que anochece. Bajando la colina tomo un expresso, en la
calle, de esos que venden un par de viejos con unas cajas vacías y una caldera.
Café en vaso desechable de plástico. Sin embargo no veo el muladar que negocio
así daría como resultado en Bolivia. Disciplina soviética, quizá.
Persigo a
una muchacha como no he de ver otra. Ella se asomaba al Dnieper desde el
barandal donde está un arco conmemorativo y varias esculturas. La sigo como a
treinta metros hasta que se mete en una de las bocas del metro y desaparece. Me
pone triste. Era mi mujer, digo, y vuelvo a mirar el río gigantesco,
impresionante, a imaginar el siglo diecisiete, las guerras nacionales, los
empaladores, Moscovia, Varsovia. Como a las tres de la tarde comienza a
oscurecer. Penumbra que exige café, otra vez. Cuento las cuadras para no
perderme, y marco edificios con mi teléfono. Cruzo la ciudad de lado a lado.
Hermosa, variada. Este viaje me ha de costar más que una amante rusa pero me
dará mayor satisfacción. Incluso lo lóbrego de mi edificio va perdiendo su aire
de panteón. Comienzo a quererlo. Compro en el mercadillo besarabo embutidos y
cerveza. Y preparo revueltos de huevo y chorizo mientras observo a los vecinos.
Dice el
manual turístico que hay que seguir al pie de la letra las instrucciones para
conocer una ciudad. Visito algunos notables edificios, claro, pero yo soy un
viajero al que le gusta observar lo cotidiano, los juegos de los niños, las
hermosas madres, y comer lo popular, comenzando con el borsch con hinojo y
crema agria.
Amo las
carnes frías. Son un veneno, afirman, pero aquí en el oriente europeo y
misterioso, saben preparar embutidos. Y me da placer contemplarlos y comprarlos
solo por su apariencia, señalando con el dedo y haciendo las delicias de las
dependientes que ríen del cristiano tonto. Valga, que se diviertan, que la risa
es remedio, a pesar que si pienso en mi madre recitando el poema de Garrick,
recuerdo que el que hacía reír, lloraba. No todo lo que se ve lo refleja igual.
Fue
prematuro venir, casi osado. Debí haber llegado liviano, espabilado, y traje
penas hondas que no impidieron las cosas pero les echaron sombra. Sin embargo
disfruté esa soledad de quinto piso, en un país donde nadie habla inglés y
lleno de mitos, como la disponibilidad de las mujeres, inventados por los
artífices del fracaso. Siempre lo mismo. Los que no actúan, inventan.
En el
centro de Kiev la catedral de Santa Sofía. Impresionante. Y el centauro
ucraniano, Bogdán Mielnitski, con su bastón de mando, subido en una roca y
amenazando todavía hoy la Polonia feudal. Tan solo, él que arrasó Galitzia con
trescientos mil cosacos, que tuvo que ceder ante el tártaro y luego venderse a
Moscú. Camino, ando, miro iglesias y entro en ellas, a la oscuridad ortodoxa, a
los cantos y señoras que como las musulmanas no pueden mostrar el cabello en el
lugar sagrado. Tiene algo de excitante, a decir verdad. Huele a incienso, pero
hay otro olor más profundo y amargo: el de la historia. Negro el dolor y gris
la penumbra. Iconos y ojos, ojos de icono.
Parece
interminable, la ciudad. Una gigantesca estatua con espada se levanta sobre el
museo de la guerra. Estamos en el seno de un pueblo que sufrió. A veces creo
que las incomprensibles acciones que veo a diario allí son resultado de ello.
El dolor transforma. Hiere. Mata y hiede.
Paso una
noche entera en la calle. En la esquina de mi casa permanezco estoico
aguantando el viento de las cinco de la mañana. Aspiro el aire helado; necesito
aprehender algo de lo leído. Estoy en Kiev y no me doy cuenta. Cuando me vaya,
aparecerá.
02/01/19
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Publicado en SÉPTIMO DÍA (EL DEBER/Santa Cruz de la Sierra), 06/01/2019
Imagen: Monumento a Bogdán Mielnitski y torre de Santa Sofía, Kiev/Foto: CFC
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