Monday, January 7, 2019

Tres de la mañana


Claudio Ferrufino-Coqueugniot

Berberova, Nina Berberova. Acabo de escribir mi columna semanal y hablo de nostalgia. Leo, en un sitio de la Universidad de Nantes, un texto sobre la melancolía, “esa enfermedad”, citando a Gérard de Nerval.

Leíamos a Nerval. Era otra vida. Yo iba de casa de P a casa de G. Una mujer olía a otra; de G a P. La vida parecía la mano en un miembro masculino. Largas caminatas para cinco minutos de sexo. Pero había más. Estaba Cendrars. Henry Miller. Dodes'ka-den, de Kurosawa. Dersu Uzala. La vida arrasó con las mujeres. El viento se las llevó o las dejó lisiadas ante la historia. A mí no. El dolor me manchó, y cómo no, pero seguimos firmes y llenos de futuro. Recordamos a Cendrars con Miguel, a Miller con Pablo. Ayer “festejaron” algún centenario de Khalil Gibrán, que fuera de la popularidad que lo destiñó tiene cosas hermosas. Era poeta, pues, y su tumba está vacía, como diciendo, y es sintomático, que la poesía no muere. ¿O se ahogaron los versos de Celan que me recordaba Maurizio ayer con él? No. Y tampoco el dolor. Tomo un verso de Georg Trakl para mi próximo libro. Quizá así lo condeno antes de publicarse. Lo suicido.

Las cuatro y siete. El reloj no perdona, camina por encima de altruismos y penas, fuera de la desgracia amorosa y del brillo de tus ojos grises. Stevenson y Borges. En el silencio se pasean los fantasmas. Homero y Sologub; José Eustasio Rivera, la goma, la muerte, las niñas descaderadas. Espero algo, o a alguien, sabiendo que por esas gradas, a esta hora, no sube ni baja nadie. Estoy solo, con ellos, esa multitud que atesoré en casi sesenta años. Están David Copperfield y los Karamazov. Martín Fierro. Recuerdo mi apartamento lejos del mundo, la cerveza, las llamadas de telefóno. Una de las mujeres que amé, y me dejó, se echó en brazos de un anciano. La soledad trabaja de maneras implacables con quienes no la respetan, y es dulce y suave con quienes la guardan, la contemplan, la miman y le sirven café a las tres de la mañana. Resulta entonces, me pregunto, que mi angustia en realidad pertenece al otro, que lo que queda en mí son pulsaciones, y que la soledad es mi amiga, la espada de Damocles fuera de casa, y que tengo que estar listo para acomodarla lo mejor posible, alimentarla, quererla, que otra amiga más fiel no tengo. Ni otra tan vengativa.
07/01/19


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Fotografía: Luis Amaral

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