DANIEL J. RODRÍGUEZ
Pablo
Cerezal ama cada vértebra del mundo, aunque soporta sobre la cicatriz de su
espalda el peso de algo oscuro que se obstina en definir a vagos trazos en todo
lo que escribe. Lo aguanta sobre él, pese a saber que su costado heredó la
maldición de Sísifo y, por tanto, el esfuerzo de cada uno de sus pasos le
conduce a un no lugar situado entre su origen y la inalcanzable meta. No hay
solución, no rozará este poeta el espacio del reposo: su vida es una
afrenta, un inicio constante de Revolución.
Fruncido el
ceño, las horquillas de su pelo —el azabache exhibe la bandera blanca ante las
pulcras canas que han comenzado la conquista— se entremezclan con las volutas
sinuosas del humo del enésimo cigarro. La perilla, perfecta en su descuido,
esconde el indicio de una sonrisa. Mira, cabeza gacha, con los ojos de
avanzadilla por encima del límite de sus gafas de mínima montura. Es
tan verdad como la sangre. Tal vez por eso escribe, porque cada palabra
esconde la anatomía de un latido. Y es poeta, si bien sus libros esconden el
misterio de los versos en el armazón equilibrado de la prosa.
Los títulos
que ha firmado hasta el momento —Los cuadernos del Hafa (Carena,
2012), Madrid-Cochabamba (Lupercalia, 2015) y Breve
historia del circo (Chamán Ediciones, 2017)—, así como una buena
nómina de colaboraciones de distintas naturalezas, confirman en este
narrador telúrico el perfil de un constructor de versos. Cerezal es un
ebanista del lenguaje, modela cada texto para contar un “más allá” de lo que
cuenta. Y ahí está la poesía, en ese modo de ver apasionado, brumoso, electivo,
franco, que despeja cada obstáculo para centrarse en la raíz exacta, en la
partitura mística de la existencia propia.
El
madrileño, alquímico autor, destila la vida en cada línea de palabras que
mecanografía, su propia vida, porque la literatura se conforma como
extensión misma de su carne: “Escribo como poniendo grapas urgentes al
silencio de la noche. (…) Por eso imagino que escribo: por continuar oxigenando
la atmósfera de pensión barata de mi escritura”.
Hay, en su
último libro, una confesión íntima sobre su relación con el teclado del
ordenador; un idilio infiel en el que cuatro se reparten el tálamo: el
hombre poeta; el vino o alguno de sus allegados; tabaco, siempre tabaco, y la
palabra. Y en esa orgía de placeres y condenas se define, porque Pablo
reside en la literatura: “Escribo despedazando la página en blanco, como una
tormenta de verano que redibujase la geografía arisca del asfalto y el tierno
diseño de los campos, perdiéndome en circunloquios como lo hacen las
aguas en los rediles del barro, tras su suicidio vertical que a nadie
importa”.
Cerezal es
una firma híbrida. En él se dan la confesión de entrañas, el mirar
contemplativo de la catástrofe, la ironía discreta del que ha
comprendido la gravedad de la existencia, la solemne intensidad de lo
clásico y la febril secuencia interminable del ahora. De Miguel Sánchez Ostiz a
Kerouac; de un emborronado Bukowski al Thoreau que reflexiona sobre la bondad;
del menos cuerdo de los Panero al maestro boliviano Claudio
Ferrufino-Coqueugniot, y Goytisolo, y Umbral, y David González, y Vicente Muñoz
Álvarez… ¡Ah!, y los músicos: Reed, Cohen, Bunbury, Nick Cave… Pablo
parece haberse puesto en manos de un atinado anatomista que le hubiera
susurrado qué parte de cada cuál coger, las partes mejores, para conformar
un estilo propio e inconfundible, magistral en sus extremos de vertiginosa
carrera ácida, un fulgor en las ascuas del desastre.
Esqueleto de geografías
Pablo
Cerezal: Madrid castizo de acento de chulapo; también Madrid de espacios
suburbiales, sustancias prohibidas y alcoholes. Lleva la ciudad marcada
en el eco de su acento, porque su madre lo alumbró en esa capital de
identidades en 1972. Pero en su sangre también corre —porque conforma la carne
de su hijo, porque es patria de la mujer que ama— el místico olor a hierbabuena
hervida en Marruecos y el tropel de colores, de ruido plural de la metrópoli
boliviana de Cochabamba.
A estas
tres geografías ha dedicado el escritor sus mejores —por ahora— páginas. Su
primer libro, Los cuadernos del Hafa, retrata la cara
oculta de la concepción de turista que en Occidente se guarda sobre el país
musulmán. En Cochabamba, exiliado para “olvidar esa foto huérfana de color
en que otros aún creen contemplar (su) mi rostro”, como escribirá en un
posterior libro, firmó a cuatro manos, junto con Claudio Ferrufino, Madrid-Cochabamba, un
retrato ecuménico sobre la urbe en la que le perdió el miedo a la edad,
donde venció los apuros de la pubertad. Son 306 páginas de ambrosía, breves
textos sobre ambas capitales, pero también a propósito del tiempo, las filias y
las fobias, la maltratada estampa de lo familiar, la prostitución, la música,
las mujeres y lo etílico; una melodía lejana de Chet Baker con retrogusto a
suicidio y a esperanza.
Colección
de libros de Pablo Cerezal, por Daniel J. Rodríguez.
Llegó
después, entre otros retazos de su prosa allá o acá, su Breve historia
del circo. Ultima este libro de vuelta en Madrid, pero sus dedos
repiquetean sobre un teclado que existió en Bolivia. Son su vida en esa
ciudad y el nacimiento de su hijo, Munay, el de los ojos de almendra licuada,
el “principio andino que comprende la voluntad del amor”, el origen y el
destino de esta obra, pues entre el circo de la solidaridad y el cambalache de
niños de futuro suicida, Pablo le escribe al vientre abultado que será
ese pequeño que hoy juega entre los libros de su padre.
En ese
título se certifica una vez más que las cicatrices de Pablo, que son yesca para
sus palabras, conforman una orografía literaria, un mapa con un único punto
cardinal: la honestidad. Cerezal es un cronista estético con pinta de
ermitaño descreído, un asceta del negro, rock destilado en el alambique del
sincericidio; un poeta con rostro de prosista, un narrador cuyo pulso son los
versos:
“Puedo
escuchar la letanía sufriente de sus lamentos, la voz muda en que se queja el
niño que, en el claustro vivaz de su vientre, va desanudando los días para
mejor anudarnos las noches.
Temo
despertarla.
Temo
siquiera respirar cerca de su respiración
El
latido del niño que ha de nacer reverbera en la habitación. Aunque yo, aún, no
lo puedo escuchar”.
Vivo en cada muerte
La prosa
—en sus manos, otra forma de poesía— del escritor madrileño es pesimismo
enfurecido. Sus palabras mecen al lector con ritmo de congoja y se cierran sus
libros, tras acariciar la última página, con el sabor de una pesadilla plácida.
No quieres despertar, deseas dormir más en un sueño que duele. Su obra supone
un trago adolescente a un vaso de whisky maduro —y sin hielo, por favor—:
tortura en la boca, pero arrebata la garganta y abre la puerta de un mundo
adulto, que abraza la muerte y el dolor, que conoce la soledad de la estepa, el
salvaje instinto del animal fiero condenado a vivir en una jaula.
Así es
Pablo Cerezal, el amigo, el escritor, el maestro: una pantera menuda, de acecho
elegante, el hombre que mira por encima de sus gafas, que lía cigarros en la
esquina del sofá, una pierna sobre la otra, y se ríe, y habla, y aguarda, y
bebe mientras se recuerda en decenas de geografías del planeta, allí donde ha
sido feliz desentrañando la vida que se esconde bajo lo sombrío. Pablo Cerezal
es un misterio cercano, una brasa del fuego sagrado de la Literatura.
_____
De ZENDA
LIBROS, 25/01/2019
Fotografías:
Pablo Mon
No comments:
Post a Comment