Claudio Ferrufino-Coqueugniot
La Paz siempre fue refugio donde me escondí en tiempos "duros". Me escondí acompañado, intentando ser ajeno, a la vez que único para quien estaba conmigo. Saliendo de un hostal cerca de la Plaza del Estudiante nos hundíamos por cerveza en boliches lóbregos, en uno en particular que tocaba morenadas sin parar.
Esas eventuales parejas, “eternas” entonces, se fueron diluyendo una a una, esfumándose como el humo que fueron, humo de cuerpos y rostros, de voces que si tuvieron nombre no hay pluma para escribirlos ¿Despecho? Simple decantamiento. Se perdieron las mujeres como cada gobierno que hubo.
En tiempos de García Meza, contaba Yerko Abud que era mecánico en el Departamento de Orden Político (DOP), llegaban las ambulancias –que se usaron para reprimir- con tiros en los techos, recuerdo de francotiradores solitarios que la historia olvidó. Mis amigos se hundían en la misma sombra con el falangista Carlos Barbery, claro que a ellos los trataban peor. El frío era presencia constante, aunque a veces, rebuscando en la memoria, permanece la sencilla felicidad de sentarse con un trago en El Prado, mientras el mozo servía boquerones secos en salmuera. La Paz siempre fue paradoja, refugio y desdén, sábanas que se entusiasmaban en las gélidas noches, en brazos de una inglesa desesperada, o, mientras sonaba un triste samba (¡otra paradoja!) de la Banda do Carneiro, una mujer brasilera miraba por la ventana aquel mundo que era tan distinto, y tan distante, al de ella. Refugio en las refulgentes pupilas azules de una muchacha de Leeds de fácil sonrisa, en los cabellos negros –ébano la noche en ella- de Ligia. Desdén porque sonrisas y abrazos se evaporaron; todavía lo hacen, con menos agilidad que los dictadores pero duelen.
La Paz de D’Orbigny, de fotografías de callejas sacadas de los textos de Viscarra. La Paz que nació como cuna de libros, ciudad que cubría de palabras los abandonos: Robert Louis Stevenson, Mijail Bakunin… Libros y libros, una entrevista de noche con el padre Juan Quirós, en un opaco recinto de Presencia, mientras Quirós me contaba que la superiora de un convento le decía “dígale al señor Ferrufino que lo leemos, que nos gusta leerlo, pero que deje ya de escribir tanto sobre sexo”. Sonreí. Juan Quirós era jovial e interesante; éramos distintos y escribíamos de cosas diferentes, pero me estimaba, como estimaba a Urzagasti y a Fernando Rosso. Nada mezquino. Y el sexo, qué podía hacer, cuando al salir a la calle, con las baldosas negras y húmedas de aquella avenida principal, Francine me tomaba de las manos, bajaba los dedos para hurgar los recovecos de mi alma, y me obligaba a subir por San Francisco, cruzar el Mercado Lanza, más arriba, hasta una hostería grande, con peña abajo, y enfrascarnos en la lucha del resuello y el desuello.
Pero no es un pasado lo que me hace escribir de La Paz. Ahora, hace poco, aunque los días a veces pesan como años, el avión nos dejó, perdimos la conexión –mis hijas y yo- y tuvimos que bajar de El Alto a la capital.
El chofer del taxi nos llevó a un “precioso” hotel, el “Morumbí”, que a pesar de las estrellas en la puerta entregó un cuartucho con dos camas aisladas en soso universo. No importó. Eran las ocho de la mañana y teníamos hasta la tarde para el próximo vuelo.
Bajamos por las empinadas callejas de La Paz, cruzando por el Mercado artesanal aún dormido. Miramos misa en San Francisco, mirar porque a ninguno de los tres nos causan lástima esos lastimeros santos y menos el verbaje de sus representantes. Y en la calle, con un alto hombre quechua de Tarabuco, compré una lliclla aymara de Charazani, de Niño Korín, llena de águilas –o patos- para distraer mi impenitente soltería de otra vez.
¿Qué mostrarles a las hijas norteamericanas, irlando-germano-noruegas-rusas de La Paz? Su antepasado. Primero caminamos. Comimos salteñas cerca al monumento a Colón. Nada que ver con las salteñas de Cochabamba, que, aparte de las razones familiares, son objeto de nuestro anual peregrinaje. Luego, a pie, subiendo por el costado del Palacio Quemado, la plaza central con la estatua de Pedro Domingo Murillo, el ancestro cuyo rostro está muy arriba para buscarme en él. Ahí, hijas, there he is, el ahorcado, el héroe, el alguna vez sugerido “traidor”, el padre de Gregorio Murillo Gáez, lancero decorado en Ingavi, de cuya segunda descendencia venimos directamente nosotros, y sus primos, y sus tías, y su abuelo Joaquín Ferrufino Murillo. De él, del héroe, hereda este malhadado poeta que es su padre su supuesto valor, que se deshace en lacrimosas letras cuando de hembras se trata y tiene inhumano vigor ante el trabajo.
Nos sentamos en los bancos. Señalo el farol donde ahorcaron al presidente Villarroel, dice que pariente también, porque era hijo del cura Quintín Ferrufino y viajaba, siendo cadete, con mi padre niño en el tren al valle, a visitar a su madre de Villa Rivero –Muela-, y que llamaba tío a mi abuelo Armando.
Unos magníficos mimos, todos pintados de blanco, asomaron en la plaza Murillo. Se estancaron en medio del gentío, sin moverse entre la agitación muchedúmbrica de las palomas y el pueblo. Las hijas tomaron fotos, apuntaron a los bigotes del prócer, conversaron con una mendiga que las bendijo, admiraron el Illimani que se mostró en medio de una calle –tenía razón Tamayo, el Illimani es un coloso.
Volvimos al Morumbí. Al frente del hotel había un colorido de frutas y una frutera menor que yo me gritaba: “¡joven lindo, joven lindo, comprame manzanas!”.
23/04/08
_____
Publicado en
Fondo Negro (La Prensa/La Paz), mayo 2008
Publicado en Puño
y Letra (Correo del Sur/Sucre), mayo 2008
Imagen: Monumento a Murillo, La Paz
No comments:
Post a Comment