Claudio Ferrufino-Coqueugniot
Veinte años buscando quien me corte el cabello en el exilio y veinte de fracaso. Hasta que encontré en un modesto barrio de Aurora, Colorado, una peluquera sinaloense que supo amoldar su tijera a mi descompuesta cabeza. Yo que juré nunca hacerme tocar el cabello con mujeres, he tenido que ceder ante el oficio.
Veinte años buscando quien me corte el cabello en el exilio y veinte de fracaso. Hasta que encontré en un modesto barrio de Aurora, Colorado, una peluquera sinaloense que supo amoldar su tijera a mi descompuesta cabeza. Yo que juré nunca hacerme tocar el cabello con mujeres, he tenido que ceder ante el oficio.
La visité semanas
atrás, en la peregrinación bimensual acostumbrada. Hablamos de Sinaloa, de la
sierra, de lo húmedo y verde de la zona en relación a Sonora. Pregunté qué le
parecía el nuevo presidente de México, y respondió: Ay, no sé, dicen que es
alfabeto. ¿Alfabeto?, respondí, supongo que eso es bueno. No, prosiguió, porque
los alfabetos no saben nada…
Mientras me ponía
de lado, que cabeza arriba o agáchese, observé en la silla de fórmica, en medio
de revistas de chisme y entretenimiento como hay en esos lugares, un libro de
color crema cuyo lomo rezaba “Poemas”. Alargué el brazo y lo tomé. Eran poemas
mixturados, entre sociales y de amor, en obvia edición pirata, de Miguel
Hernández.
Me trasladé a la
juventud, donde Apollinaire y Miguel Hernández fueron mis poetas
guardaespaldas, íntimos cómplices de aquella debacle del amor. ¿Dónde lo
consiguió?, dije a la mujer. ¿Lo ha leído? Me gustan las poesías del señor
Hernández; se ve que ha sufrido y amado, contestó; le duele cuando escribe. Cuánto
me gustaría que alguien me escribiese así, un hombre que a pesar del
sufrimiento sea capaz de sugerir cosas bellas. Es tan romántico. ¿Cómo las
novelas de televisión?, continué. No, cómo decirle, diferente. No he leído
mucho pero en esta obra que olvidó un albañil de la raza cuando vino a cortarse
el pelo, y a pesar de que no entiendo todas las palabras, me siento hermanada,
comprendida, dice cosas que yo podría decir. En ese momento le comenté que
varios de los versos dispuestos displicentemente allí, habían sido escritos en
la cárcel. Ya ve, esa es la razón, la respuesta. En Sinaloa vivimos una cultura
de armas, de violencia. De antiguo. Mi abuelo y mi padre lo contaban; cada
familia guarda memoria de un muerto al menos, asesinado, torturado, ejecutado,
desaparecido. ¿Sabe de lo que hablo no?, los cien mil cadáveres del presidente
Calderón no son nada.
Lunes por la
tarde el negocio baja, se pone lento. Luego de espolvorear la nuca con talco, y
de frotar alcohol en las sienes, me ofreció una Coca-Cola caliente y espumosa.
El peluquero siempre es un confidente, lo querramos o no, y pudimos sentarnos treinta
minutos a hablar del poeta de Orihuela. El nombre no le decía nada, España para
ella eran los gallegos mal afeitados de la comedia mexicana, con boina y
tontos; o los gachupines de la historia patria. Ni noticia de la guerra civil,
de la República, Franco o los Borbones.
Mientras hablaba
supuse que aquello ni importaba. El énfasis en los acontecimientos, el aura
trágica de la que se rodeó al poeta por las vicisitudes políticas, quedaban
rezagados ante aquella mujer a simples adornos de ribetes dolorosos. Ella lo
leía, ajena a su entorno, comprendiendo a medias que cuando el poeta decía “sed
con agua en la distancia, pero sed alrededor”, la prisión le pesaba como un mazo
descargado sobre su alma. Obligatoria soledad, certeza del alejamiento final de
la familia, desazón por la derrota sentida como privación de alegría.
Karina, así se
llama, o ha adoptado el nombre, la dueña-trabajadora de este establecimiento de
corte y tintura con tres sillas de las cuales dos permanecen cubiertas de
plástico, percibía la tristeza del encierro, la necesidad del poeta por los
suyos, en una ambigüedad que incluye a sus cercanos y a los hermanos que su
credo ha adoptado y que se hace humanidad; angustia por lo perdido, sin entrar
en detalles del por qué y menos en los hechos que desconoce, presintiendo en
las líneas más fuertes de Miguel Hernández poemas de amor. Enseñándome, a mí
que indagué la historia y la sociología, vano en la creencia de mi perspicacia
y análisis, los instantes en que el poeta dice dos cosas o muchas a la vez, que
mientras narra el tormento también afirma amor por la mujer que habita en algún
lado, afuera, pero con una presencia tan real que su presunción de sombra
desaparece.
Llegamos a
compartir al Miguel Hernández nacido en Orihuela o quién sabe dónde, tal vez
Sinaloa, quizá Cochabamba, en su esencia. De amante, esposo, padre, hijo,
amigo, combatiente, soldado, sin caer en -llamémoslo subjetivismo ya que
hablamos de una verdad desnuda- aquello de si pensaba de una manera o de la
otra. ¿Podría un fascista, un hombre de derecha, leer y amar a Miguel Hernández?
No lo dudo. Lo difícil en el tiempo tecnológicamente tan modernizado, donde el
conocimiento general yace en la sencillez de un teclado, es que por uno o
cualquier sendero nos enteramos de las cosas y discriminamos de acuerdo a las
propias experiencias. No había tropezado, en cincuenta años, con lectura
semejante. Tal vez la de un niño, un joven, que en el caso de Miguel no
comprendería su dolor por el escaso conocimiento y quizá no llegase a
comprenderlo, no el total. Pero esta era una mujer de cuarenta años, emigrada,
vivida, escapada y sobreviviente de un mundo de machos armados hasta los
dientes, de falsas interpretaciones de hombría, y sobre todo de la miseria que
hace a las personas dejar su casa y su madre padre para comer, o comer mejor, o
comer un poco. Cómo no podría entender ella los versos del poeta, desarraigado
a la fuerza, violentado, y sólido como el hierro. No necesitaría averiguar
siquiera que militaba en el Quinto Regimiento de acero para percibir la
inamovible montaña de este hombre humilde y solitario. ¿Lectura descarnada,
intelectual? No, plena de sangre y de besos.
Encendí el auto.
Hasta la próxima, me despedí, dejando un billete de a diez en el mostrador. Me
sentí ignorante pero reconfortado. Había aprendido algo nuevo. “Beso soy,
sombra con sombra, Beso, dolor con dolor”, recité de memoria. El crepúsculo
invernal se teñía de rojos y naranjas, inusualmente feliz.
12/12
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Publicado en
Fondo Negro (La Prensa/La Paz), 16/12/2012
Publicado en Puño y Letra (Correo del Sur/Chuquisaca), 01/2013
Imagen: Miguel Hernández por Antonio Buero Vallejo
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