Claudio
Ferrufino-Coqueugniot
Un dibujo de
Esteban Rodríguez Brizuela, amigo de mis primos cordobeses, trajo vahos de
nostalgia en domingo. Pensé en una noche, justamente en Córdoba, Argentina, con
mi padre, mi amigo Julio, mi cuñado Ed, Armando, en que nos juntamos para ver
la que entonces era la pelea del siglo: Marvin Hagler contra Tommy Hearns ¿o
era Hearns contra Sugar Ray?, ya ni me acuerdo.
Elegimos un café
restaurante de barrio, con antiguallas y mozos de librea blanca y corta.
Parodia de elegancia, porque a cualquiera le gusta sentir su dosis de vanidad
aunque sea incierta o ficticia. Sillas de madera, mantel claro, impoluto, y un
listado de delicias culinarias que distraía el crepitar del churrasco en otras
mesas. Una pasión argentina, la comida. Y nuestra en las constantes visitas a
los familiares de allí. Paraíso de los años de infancia y juventud. Los libros
y el buen cine, hasta en esos momentos en que los ciudadanos temían a su propia
sombra, cuando la Triple A mataba, y buscaba a mi hermano Armando.
Nos acomodamos
mientras el camarero gritaba con voz de barítono “marchen cuatro milanesas”.
Vino en jarra de aluminio, placer exquisito y popular. Vino barato, de la casa,
casi negro de tan oscuro y fuerte, sólido para matizar la carne. El queso de
las napolitanas chorrea por los costados del asado. Un aroma de jamón ocupa el
aire mientras los maravillosos boxeadores negros calientan los músculos que
brillan como maniquíes de cera. Short amarillo de uno; verde del otro. Colores
de fiesta, explosión de la sangre, el circo romano que mastica quedo un trozo
de ternera mientras los golpes retumban en el televisor.
Es verano en
Córdoba. A los árboles los mece una brisa. ¿Cuál era el barrio? ¿Nueva Córdoba?
O estábamos por el centro, por Ituzaingó cerca de la plaza San Martín. Da gusto
recorrer los pasadizos de ayer, porque siempre quedan figuras que tal vez ya no
estén o vivan lejos. La mente que parece amodorrada no lo está; al revivirla
para recordar muestra galerías de imágenes que ni supiste habías guardado: una
muchacha que pasa con un montgomery marrón -estaban de moda- y la febril
italianada familiar: los Oberti, los Ingaramo, la tía Lita Campagnoli, entre la
mayoría Coqueugniot.
Luz mortecina
perfecta para el bar que se mueve entre la Argentina moderna y el pasado
glorioso: una foto de Sanfilippo con camiseta de San Lorenzo de Almagro y otra
de Bonavena. Felizmente, como sucede, no hay ninguna del cornudo de Perón ni de
la “santa”. El ring revienta, reflectores por todo lado apuntando hacia el
centro. Lo demás queda a oscuras, rugiente sombra. Todo se desarrolla tan
rápido que aún no se enfriaron las papas fritas cuando declaran a alguien
vencedor. Entonces viene la charla, las jugosas anécdotas de mi padre de sus
encuentros con el Mono Gatica y algún pugilista local. Una jarra presagia la
segunda y la última. Por encima del torneo, del reluciente y rimbombante cinto
de campeón mundial se alza la memoria de un lugar, una ciudad de paso que se
grabó en el recuerdo como permanente. Lo dije, a los árboles los mecía una
brisa, y hacía calor sin estar caliente. La milanesa era buena, suave y aliñada.
El vino tenía rastros, sedimento que no era de oro sino de uva.
No quiero saber
el resultado de un match que me vino por encanto. Podían haber sido dos de los
cuatro ases que se disputaban la división entonces: Hagler, Hearns, Ray Leonard
o Mano de piedra Durán. Sería fácil consultar el navegador y hallar la respuesta,
pero ella carecería de lo que me hace pensarla: el olor del vino, la frescura
del aluminio, la ensalada con vinagreta casera. Qué tiempos aquellos…
05/05/14
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Publicado en El Día (Santa Cruz de la Sierra), 06/05/2014
Imagen: Esteban Rodríguez Brizuela/El partido
Proustiana y sabrosa prosa. Como no conozco el asado argentino me quedo con la sana envidia. A mí me pasa lo mismo cuando contemplo y saboreo alguna vez una compota de lacayote, digo más bien, me transporta a mi niñez y al delicioso rito de devorar rosquetes y empanadas con dulce de lacayote en las fiestas regionales del pueblo donde vivíamos. Saludos.
ReplyDeleteQué estupendo texto! Llena de olores, sabores, colores y nostalgias la mente de uno.
ReplyDeleteLa ligazón más cercana nuestra con la memoria es la comida. Esos olores, colores, sabores que dice Pablo son los que se asocian con el recuerdo.
ReplyDeleteEl lacayote nunca me gustó de niño. Ahora lo utilizo, o cualquiera de sus primos de la familia de las calabazas, zapallo por ejemplo, en guisos y sopas. Dan la contextura, el sabor y el color perfecto. Lo que sí hacíamos era fumar tallos de lacayote imitando los cigarrillos de los mayores. Abrazos.
Magistral escrito, querido Claudio. Un abrazo fuertísimo.
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