Tuesday, May 20, 2014

La administración del oro del tiempo/MIRANDO DE ABAJO


Claudio Ferrufino-Coqueugniot

Cuatro botellas de Zacapa guatemalteco y una de Glenfiddich. Quince muertos en el cofre del pirata y una botella de ron. La magia de la lectura; la no menor de la escritura, y la importancia del ambiente, válida incluso en la mariconería de las rosas amarillas de Gabo…

Cuando el trabajo te agobia, casi con letra de tango, y duelen las articulaciones, la espalda, lumbago, ciática, manos entumecidas, rodillas tambaleantes, vértebras cervicales que suenan como cascanueces, se aprecia un día libre. Comento a mi padre cómo sufrirían los esclavos, de sol a sol en una tumba de existencia, sin siquiera posibilidad de un descanso. Solo lo pueden entender los que trabajan. No compete a raterillos de gobierno, ni a la izquierda marihuana ni a socialistas de alfeñique. Este espacio, duro, pero reconfortante en el sentido de conocer la propia fortaleza, es nuestra verdadera república de trabajadores, no un papel.

Desespero, a ratos, observando cómo las columnas de libros crecen en mi mesa de noche. Seis de ellas, casi a media distancia del techo ya. Algunos de los volúmenes con prehistoria encima, el tiempo que viene en polvo finísimo. No habrá horas en esta vida, ni en otra inexistente alguna más allá de la muerte, para alcanzarlos. Muevo las pupilas sobre sus lomos. Si están allí es porque me interesan, pero cada día me intereso más por todo. Ayer, en un Pow-wow de nativos americanos, miré las lomas rojas que circundaban el espacio, las mesas en lontananza (asociadas, quiérase o no, a westerns de diversa calidad), un cartel que rezaba: “cuidado con las serpientes de cascabel” y decidí leer sobre el oeste. Comienzo hoy con una memoria cheyenne, que dormitaba bajo un libro de ensayos de Marcel Schwob, mientras al lado tengo dos miniaturas navajo de animales tutelares: tejón y coyote, en piedra negra y serpentina que me recuerdan que vivo en la pradera, no ilusoriamente como Kart May sino en serio. Que si pongo un pie fuera de casa y aspiro el aire profundo, me llenaré de fantasmas.

Una certeza: la imposibilidad. Algo muy grande como punto de partida que nos convierte en viejos y así poco a poco o de golpe en discriminadores. Que no hay más esa vitalidad joven de creerse dueños del mundo. Ahora no poseemos nada, unos minutos que si no sabemos administrar bien habremos perdido el tiempo. Tenemos que escoger.

El día tiene 24 horas. Luego de cuarto de siglo de trabajo nocturno, sé arreglármelas con dos horas de sueño. Eso me deja 22 libres, veinte si descontamos un par para la modorra. Mucho, parece, pero entre las minucias y glorias de la vida familiar, se van unas cuantas. Las que quedan, estas de soledad frente a cuatro botellas de ron, una de whisky malta y Don´t Come Knocking de Wim Wenders, no alcanzan para cubrir expectativas. ¿O esperamos demasiado de los objetos exteriores? Tal vez baste con contemplar y sentir.

Aprehender el oeste, el del demencial Custer y el asesino Chivington, de los arapaho y las plumas de pavo salvaje que adornan la cabeza de los lakota, en la piel que se empapa de lluvia al amanecer, en los coyotes que pasean solitarios por las veredas de Aurora, cerca de la interestatal 470, como si desdeñaran que acá creció un país destrozándolo todo, matando, con tierra arrasada. Son ajenos al concreto pero no al frío, o las gotas que caen y erizan sus lomos. Desde la ventana abierta de mi auto miro cómo se alejan; a veces tornan y te miran, sin miedo ni sentimiento. Segundo que deviene en siglo, minuto en eternidad.
19/05/14

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Publicado en El Día (Santa Cruz de la Sierra), 20/05/2014

Fotografía: El jefe indio Rain-in-the-Face, lakota

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