Claudio
Ferrufino-Coqueugniot
Cuatro botellas
de Zacapa guatemalteco y una de Glenfiddich. Quince muertos en el cofre del pirata y una botella de ron. La
magia de la lectura; la no menor de la escritura, y la importancia del
ambiente, válida incluso en la mariconería de las rosas amarillas de Gabo…
Cuando el trabajo
te agobia, casi con letra de tango, y duelen las articulaciones, la espalda, lumbago,
ciática, manos entumecidas, rodillas tambaleantes, vértebras cervicales que
suenan como cascanueces, se aprecia un día libre. Comento a mi padre cómo
sufrirían los esclavos, de sol a sol en una tumba de existencia, sin siquiera posibilidad
de un descanso. Solo lo pueden entender los que trabajan. No compete a
raterillos de gobierno, ni a la izquierda marihuana ni a socialistas de
alfeñique. Este espacio, duro, pero reconfortante en el sentido de conocer la
propia fortaleza, es nuestra verdadera república de trabajadores, no un papel.
Desespero, a
ratos, observando cómo las columnas de libros crecen en mi mesa de noche. Seis
de ellas, casi a media distancia del techo ya. Algunos de los volúmenes con
prehistoria encima, el tiempo que viene en polvo finísimo. No habrá horas en
esta vida, ni en otra inexistente alguna más allá de la muerte, para
alcanzarlos. Muevo las pupilas sobre sus lomos. Si están allí es porque me
interesan, pero cada día me intereso más por todo. Ayer, en un Pow-wow de
nativos americanos, miré las lomas rojas que circundaban el espacio, las mesas
en lontananza (asociadas, quiérase o no, a westerns de diversa calidad), un
cartel que rezaba: “cuidado con las serpientes de cascabel” y decidí leer sobre
el oeste. Comienzo hoy con una memoria cheyenne, que dormitaba bajo un libro de
ensayos de Marcel Schwob, mientras al lado tengo dos miniaturas navajo de
animales tutelares: tejón y coyote, en piedra negra y serpentina que me
recuerdan que vivo en la pradera, no ilusoriamente como Kart May sino en serio.
Que si pongo un pie fuera de casa y aspiro el aire profundo, me llenaré de
fantasmas.
Una certeza: la
imposibilidad. Algo muy grande como punto de partida que nos convierte en
viejos y así poco a poco o de golpe en discriminadores. Que no hay más esa
vitalidad joven de creerse dueños del mundo. Ahora no poseemos nada, unos
minutos que si no sabemos administrar bien habremos perdido el tiempo. Tenemos
que escoger.
El día tiene 24
horas. Luego de cuarto de siglo de trabajo nocturno, sé arreglármelas con dos
horas de sueño. Eso me deja 22 libres, veinte si descontamos un par para la
modorra. Mucho, parece, pero entre las minucias y glorias de la vida familiar,
se van unas cuantas. Las que quedan, estas de soledad frente a cuatro botellas
de ron, una de whisky malta y Don´t Come Knocking de Wim Wenders, no alcanzan
para cubrir expectativas. ¿O esperamos demasiado de los objetos exteriores? Tal
vez baste con contemplar y sentir.
Aprehender el
oeste, el del demencial Custer y el asesino Chivington, de los arapaho y las
plumas de pavo salvaje que adornan la cabeza de los lakota, en la piel que se
empapa de lluvia al amanecer, en los coyotes que pasean solitarios por las
veredas de Aurora, cerca de la interestatal 470, como si desdeñaran que acá creció
un país destrozándolo todo, matando, con tierra arrasada. Son ajenos al
concreto pero no al frío, o las gotas que caen y erizan sus lomos. Desde la
ventana abierta de mi auto miro cómo se alejan; a veces tornan y te miran, sin
miedo ni sentimiento. Segundo que deviene en siglo, minuto en eternidad.
19/05/14
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Publicado en El Día (Santa Cruz de la Sierra), 20/05/2014
Fotografía: El jefe indio Rain-in-the-Face, lakota
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