Los inicios de novela
de El Quijote y Cien años de soledad se mencionan siempre como los más bellos de la
literatura en español; también los más mentados. Pero, a pesar de gustarme
ambos, me quedo (en español, no en francés) con el primer párrafo de Veinte años después, de Alejandro Dumas,
con aquella sombra, la de Mazarino, metida dentro de otra sombra todavía mayor
–en prestigio y en tiempo-, la del cardenal-duque: Richelieu.
Qué decir. A la
obra de Cervantes llegué en la cuarentena, la de la edad no la otra, mientras
que a García Márquez no quise, adrede, tocarlo en su obra magna hasta bien
entrados los veintes. Discurrí en los lustros anteriores en muchos ambientes de
letras, pero ninguno tan tenaz, numeroso, obvio, como los franceses del XIX y
los rusos entre fines de siglo y la revolución. Diría que me formé entre esos
dos espejos dispares, que corrí de un bando a otro, con pizcas de Inglaterra,
de Alemania, de Polonia, Estados Unidos y Hungría, y ya me pesa deshacerme de ellos;
no lo deseo, en realidad.
Paseo por el
Correo cochabambino, otrora edificio gloria de la comuna y hoy semienterrado
entre vendedores ambulantes de chucherías, celulares, librecambistas y efluvios
de chicharrones y hamburguesa con mostaza aguada. En la parte norte, en los ventanales
que miran a la cordillera, todavía venden libros usados sobre la vereda.
Amantes y amigos remataron allí parte de mi biblioteca invadida con entusiasmo
y vendida con fruición. Alguna vez compré uno, con mi nombre bien firmado en
letra chica: “claudio ferrufino coqueugniot, Valencia, 1986”. Extraño adquirir
por un monto algo que fue tuyo y que sigue siendo tuyo porque no te deshiciste
de él. Infortunio de viajeros y desgracia de enamorado, dirán. Aunque, bien pensado, un gran culo bien valía un
Cendrars.
… el Correo.
Rebusco entre una cantidad de ejemplares de la Colección Austral, esa que
compraba de niño y en la que leí La
Ilíada, entre otros. El color naranja de la cubierta señalaba que se trataba
de un libro de biografías, jamás abierto. Mazarino,
de Auguste Bailly, edición de 1969. Lo primero que me vino a la mente fueron
las líneas del segundo libro de la saga de Dumas, ya mencionado. A la
magnificencia aventurera de Los tres
mosqueteros le seguía este, no menos activo, pero que comenzaba con un dejo
melancólico y hasta misterioso. Tal vez porque Francia no tenía ya la
amenazadora y terrible figura de Armand Jean du Plessis y lo que significó. En
su lugar se hallaba un cardenal italiano, ajeno y detestado igual al anterior
pero extranjero. En sus manos jugaría el país su futuro como la luz del mundo
europeo. Con él venían Rocroi, donde pelearon a muerte los últimos tercios
españoles (ver Alatriste, con Viggo
Mortensen), y el Rey Sol. Colbert, el ecónomo, y su escuela que trascendería la
historia y a sus glamorosos como fracasados antecesores.
Las páginas
biográficas de Bailly despiertan el impulso de recrearme de nuevo en historias
similares. No es la figura de Mazarino en sí sino la magia del folletín, de la
novela por entregas que impulsaba a los autores a hacer de cada una algo
magistral. Dumas, por supuesto, pero también Michel Zévaco, Eugenio Sue y Paul
Féval, en medio de otros menores. Quisiera, quiero, por un momento dejar la
confusa contemporaneidad y dirigir la mirada a los espadachines y damas de
honor con veneno en los anillos. Cómo no recordar, en cine, La Reine Margot (Patrice Chéreau, 1994)
y su soberbia representación de la novela de Dumas, La reina Margarita. Esas eran historias y no las pajas de bonsáis
que nos estorban.
Tomo un
Scaramouche, me presto de la biblioteca un Cyrano en devedé y alisto el fin de
semana que viene con nieve que obliga al sedentarismo y la calma. No hace mal
incursionar en la literatura que nos alegró e hizo vibrar, en los textos del
correo del zar, de Verne, o las Indias negras de Salgari, los cazadores
burmeses de rubíes y los prisioneros de la isla de Zenda. Hasta Kipling cultivó
el género y con él conocí Afganistán. Lo dicho: esas eran historias.
Cierro el Mazarino de Bailly y
abro páginas de los monjes y bandidos de Jacques Soubrier que merecen escrito
aparte. Recurro, en Bolivia, al argentino Pablo Cingolani, navegante de Río
Abajo, en La Paz, que cada vez más se inclina por una literatura que recuerda
las pesadillas de Melville, los sueños de Shackleton, y pienso que aquella gran
letra de la épica romántica se ha refugiado en los libros de viajes, con sus
recovecos que permiten todavía la elucubración mágica, la elucubración maligna
y misteriosa. Vivat!
Comienza el martes. “Comienzo el día, aún alucinado”, decía una canción
cubana, y me siento a analizar si hoy es día de escribir novelas o de leerlas y
escojo lo último. Me hago de un cuchillo curvo y de uno largo y miro receloso
por la ventana.
03/11/15
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Publicado en PUÑO Y LETRA (Correo del Sur/Chuquisaca), 30/11/2015
Imagen: Cuadro de Laumosnier, que muestra la entrevista entre Luis XIV de Francia y Felipe IV de España, en la Isla de los Faisanes en 1659. Detrás de los reyes sus máximos representantes ( validos o primeros ministros ), el Cardenal Mazarino entre ellos.
Bellísimo texto, querido Claudio.
ReplyDeleteUn parte de la historia de Francia que he siempre amado gracias a Dumas. Abrazos, Jorge.
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