Averanga, Daniel.
Lo sigo viendo en la bruma del Tarkus, La Paz, imaginando el mundo que relata.
El Alto no es solo una ciudad nueva, un promontorio de barro y de oro, joven
pero con profundidades antiguas e insondables. La conocí borracho, de noche
junto a un amigo muerto, uno que había perdido la pierna y desangrado en el
camino de Oruro a Cochabamba. Gentil encuentro, entonces, en medio de la
modestia helada y los amores ingleses. A veces parece que el tiempo no corre y
sí. Ese Alto sin duda permanece escondido detrás de la fanfarria moderna; no
dudo de que continúe el villorrio de barro por donde pasean los muertos; pero
es cada vez más difícil recordarlo así.
Hasta que en
agosto, mes que se lleva a los ancianos, Averanga, Daniel, me ilustra acerca de
mis sospechas, del instinto de encontrarme ajeno e ignorante en el espacio de
los asesinos, en una villa donde chocan, pero también se entremezclan, dos
mundos bien definidos. Conquista y Reconquista. Razas, o una raza y resabios de
la otra. Vilipendiadas ambas, de acuerdo al momento histórico.
Correo
electrónico… Hace veinte años mamaba en el esbozo de algo que devendría
increíble, impresionante. De ahí, de esa
nube de informaciones y sigilo apareció Daniel con sus letras, escribiéndome
sobre su obra, amedrentando mi prurito occidental con lo espeluznante de un
mundo desconocido y tan cercano. Pero, no hace mucho, en el Tarkus, con vasos
de cerveza “genuina” y una fiebre que daba la pincelada final a lo que escuchaba, creo que al fin lo
presentí, cuando el autor hablaba de sorteos de niños en la noche de El Alto,
en hoteles de lujo con suites secretas en la cima, para ser aprovechados
sexualmente por comerciantes cargados de oro, en tómbola macabra. Luego, a la
mejor manera del narco mexicano, luego del placer violento -añadiré- esos niños
caían en el tronco del sacrificio y aparte de inmolados se disolvían en ácido.
Schwob diría, en cuanto a los niños cruzados, que los huesecillos blancos
brillaban… Tal vez brillan de igual modo sobre la pampa helada.
La Puerta, novela hoy premiada, no hace otra cosa que
resucitar el sentido del horror. Lo hemos visto en Urrelo, en la hoyada, y lo
presentimos, más que leemos, en Averanga. No estoy acá para entusiasmar, ni
entusiasmarme, con falsedades de obras maestras. La Puerta es un libro que construye otras novelas, y de ahí su
importancia. Siempre me ha admirado, en Bolivia en general pero en El Alto
principalmente, de dónde sacan el valor estos hombres (quizá aquí “estas
mujeres” también)para escribir en contra de todo, de su geografía, de su
pobreza, de la mezquindad absurda de los de abajo y la soberbia de los de
arriba. Bastaría eso para una medalla, porque sobrevivir en condiciones
difíciles es ya heroico y crear dentro de ellas es, maldita sea, épico. Dejo
algo de lado las páginas de la obra premiada porque, repito, tiene que ser
antesala de mejores (o peores pero siempre en avance) por venir, y retorno al
autor.
Como Kierkegaard
aconseja, Daniel inventa su propio mito, y le cabe. Entonces, ya le hemos creído,
qué puede salir de las manos de un escritor que de pronto está en un páramo de
La Ceja acuchillado, con el cuello marcado por cogoteros y dejado por muerto o
por víctima en demasía rebelde como para valer el estrangulamiento… Mucho.
Intento recordar
otras cosas de su joven y escabrosa memoria. Aquello de las colitas de perro
envueltas en papel periódico, resabios de la gastronomía local que materializa
el gato por liebre, y que se encuentran diseminadas por los rincones
escondiendo el doble pecado, el de robar y matar perros para luego hacérselos
tragar a los hambrientos. Me lo contó también Nisttahuz, entre media docena de
cervezas… En ocasiones, su relato linda con la ciencia ficción por lo
inverosímil, mas luego retoca con una pizca de realidad que le confiere validez
y trascendencia. Estamos ante un autor que trashuma rumbos que en apariencia
Viscarra ya redujo a polvo, como si después de él nada quedara, o Sáenz (que
para Viscarra era “un Tribilín”), cuyo trono de dios muerto cierra el paso de
las generaciones. A diferencia que Daniel Averanga ha apostado por el horror y
no por la apostasía, por el arte y no el escenario, sin quitarle mérito a los
que prefieren ser actores en lugar de directores.
Hay un reto en
él: encaramarse por esa empinada cuesta boliviana de la rosca. Creo que tiene
mucho en contra, sino todo, pero el desafío tiene un premio, dulce como beber
la sangre del enemigo en el cráneo hecho tutuma según la tradición. Vencer,
cuando te dan por derrotado o ni siquiera te consideran rival, es un orgasmo.
Líneas
apresuradas, escritas entre la presión editorial, la puta nieve y el peor hielo
y el tiempo que cuando estás exhausto te amarga. Pero no podía dejar de
balbucear en el silencio de los escritores nuestros, esos del montón, no
“flores de invernadero” (Atahuallpa Yupanqui), porque lo suyo, asombra.
Invierno del 2015
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Fotografía: Daniel Averanga
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Fotografía: Daniel Averanga
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