Thursday, December 10, 2015

Notas acerca del autor

Claudio Ferrufino-Coqueugniot

Averanga, Daniel. Lo sigo viendo en la bruma del Tarkus, La Paz, imaginando el mundo que relata. El Alto no es solo una ciudad nueva, un promontorio de barro y de oro, joven pero con profundidades antiguas e insondables. La conocí borracho, de noche junto a un amigo muerto, uno que había perdido la pierna y desangrado en el camino de Oruro a Cochabamba. Gentil encuentro, entonces, en medio de la modestia helada y los amores ingleses. A veces parece que el tiempo no corre y sí. Ese Alto sin duda permanece escondido detrás de la fanfarria moderna; no dudo de que continúe el villorrio de barro por donde pasean los muertos; pero es cada vez más difícil recordarlo así.

Hasta que en agosto, mes que se lleva a los ancianos, Averanga, Daniel, me ilustra acerca de mis sospechas, del instinto de encontrarme ajeno e ignorante en el espacio de los asesinos, en una villa donde chocan, pero también se entremezclan, dos mundos bien definidos. Conquista y Reconquista. Razas, o una raza y resabios de la otra. Vilipendiadas ambas, de acuerdo al momento histórico.

Correo electrónico… Hace veinte años mamaba en el esbozo de algo que devendría increíble, impresionante. De  ahí, de esa nube de informaciones y sigilo apareció Daniel con sus letras, escribiéndome sobre su obra, amedrentando mi prurito occidental con lo espeluznante de un mundo desconocido y tan cercano. Pero, no hace mucho, en el Tarkus, con vasos de cerveza “genuina” y una fiebre que daba la pincelada  final a lo que escuchaba, creo que al fin lo presentí, cuando el autor hablaba de sorteos de niños en la noche de El Alto, en hoteles de lujo con suites secretas en la cima, para ser aprovechados sexualmente por comerciantes cargados de oro, en tómbola macabra. Luego, a la mejor manera del narco mexicano, luego del placer violento -añadiré- esos niños caían en el tronco del sacrificio y aparte de inmolados se disolvían en ácido. Schwob diría, en cuanto a los niños cruzados, que los huesecillos blancos brillaban… Tal vez brillan de igual modo sobre la pampa helada.

La Puerta, novela hoy premiada, no hace otra cosa que resucitar el sentido del horror. Lo hemos visto en Urrelo, en la hoyada, y lo presentimos, más que leemos, en Averanga. No estoy acá para entusiasmar, ni entusiasmarme, con falsedades de obras maestras. La Puerta es un libro que construye otras novelas, y de ahí su importancia. Siempre me ha admirado, en Bolivia en general pero en El Alto principalmente, de dónde sacan el valor estos hombres (quizá aquí “estas mujeres” también)para escribir en contra de todo, de su geografía, de su pobreza, de la mezquindad absurda de los de abajo y la soberbia de los de arriba. Bastaría eso para una medalla, porque sobrevivir en condiciones difíciles es ya heroico y crear dentro de ellas es, maldita sea, épico. Dejo algo de lado las páginas de la obra premiada porque, repito, tiene que ser antesala de mejores (o peores pero siempre en avance) por venir, y retorno al autor.

Como Kierkegaard aconseja, Daniel inventa su propio mito, y le cabe. Entonces, ya le hemos creído, qué puede salir de las manos de un escritor que de pronto está en un páramo de La Ceja acuchillado, con el cuello marcado por cogoteros y dejado por muerto o por víctima en demasía rebelde como para valer el estrangulamiento… Mucho.

Intento recordar otras cosas de su joven y escabrosa memoria. Aquello de las colitas de perro envueltas en papel periódico, resabios de la gastronomía local que materializa el gato por liebre, y que se encuentran diseminadas por los rincones escondiendo el doble pecado, el de robar y matar perros para luego hacérselos tragar a los hambrientos. Me lo contó también Nisttahuz, entre media docena de cervezas… En ocasiones, su relato linda con la ciencia ficción por lo inverosímil, mas luego retoca con una pizca de realidad que le confiere validez y trascendencia. Estamos ante un autor que trashuma rumbos que en apariencia Viscarra ya redujo a polvo, como si después de él nada quedara, o Sáenz (que para Viscarra era “un Tribilín”), cuyo trono de dios muerto cierra el paso de las generaciones. A diferencia que Daniel Averanga ha apostado por el horror y no por la apostasía, por el arte y no el escenario, sin quitarle mérito a los que prefieren ser actores en lugar de directores.

Hay un reto en él: encaramarse por esa empinada cuesta boliviana de la rosca. Creo que tiene mucho en contra, sino todo, pero el desafío tiene un premio, dulce como beber la sangre del enemigo en el cráneo hecho tutuma según la tradición. Vencer, cuando te dan por derrotado o ni siquiera te consideran rival, es un orgasmo.

Líneas apresuradas, escritas entre la presión editorial, la puta nieve y el peor hielo y el tiempo que cuando estás exhausto te amarga. Pero no podía dejar de balbucear en el silencio de los escritores nuestros, esos del montón, no “flores de invernadero” (Atahuallpa Yupanqui), porque lo suyo, asombra.


Invierno del 2015

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Fotografía: Daniel Averanga

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