Archivo por unos
días rostro y actividades de los egregios asnos de la izquierda
latinoamericana, sus parodias de la Revolución Francesa luego de apurada y poco
inteligente lectura. Supongo que la de García Linera porque no imagino a
Choquehuanca escudriñando los detalles que hicieron que Fabre D’Églantine
crease el nuevo calendario revolucionario. De aquellos nombres que tenían
significancia práctica, solo ha quedado con fama el de Termidor, la caída de
Robespierre, y su extensión hacia la historia como el coto imprescindible e
inevitable de cualquier tiranía.
Choquehuanca, sin
duda influenciado por la triste percepción linerista del julio francés, creyó
que volcando las manillas del reloj pasaba a la eternidad junto a los grandes
decapitados. Charlatán de feria. Lo único que logró el “proceso de cambio” fue
secar el Poopó.
Olvidémoslos.
Reviso, releo, y
también me angustio al darme cuenta que aquellos libros que tuve, muchos de
ellos, ya no están. Ese es divorcio en serio, no la pantomima amorosa de las
cortes de familia donde unos que se revolcaban sin pudor terminan declarando en
contra del otro lo inimaginable. Rodearse de mujeres o de libros, difícil
coyuntura. Ambos juntos tal vez no es posible, a no ser que la vejez haya
calmado los afanes de poder de los cónyuges y cada uno habite su propio espacio
con té compartido. Suena a viejo, a desdén por pechos y piernas temblorosos,
por pantanos y efluvios de delta de río… Orinoco, Danubio. Lodo y hierba;
turbión y remolino.
Ya que nombramos
a Fabre y a Robespierre, busco sin fortuna entre mis cajas La Revolución Francesa, de Kropotkin. Su análisis ha sido mellado
por el tiempo sin perder valor. Recuerdo que lo que me atrajo hacia sus páginas
fue la nota del traductor: Benito Mussolini. La obra, en español, no venía
directamente del ruso sino de la traducción italiana del entonces socialista
Duce, el mismo que con el tiempo haría apalear hasta la muerte a anarquista que
encontraran los camisas negras. Mítica la imagen del filme de la Wertmüller
donde un viejo ácrata muestra una bala con dos iniciales marcadas: B. M., el
destinatario. Era la épica de la revolución. Basta el epígrafe de Malatesta que
inicia el filme en donde hablaba de “santos”.
Decorador de
interiores es profesión remunerada. Como en todo, hay talentos y mediocres.
Entre estos últimos hallamos a los que preparan los sets de la televisión
latina, colorinches y cargados, cumbre del mal gusto. Era usual que los
profesionales incluyesen bibliotecas y libros de lomo duro entre sus
preferidos. Ya no. Las casas carecen de estantes cargados de volúmenes
impresos. Será la época; yo no lo entiendo ni quiero y pongo libros donde
encuentre espacio, al lado de una marioneta indonesia o de rajas de habanero en
escabeche.
Recriminan mi
desorganización pero amo este caos literario y literal que permite alargar la
mano y caer por azar en lo inesperado. Debajo de devedés varios hallo el diario
de viaje del bergantín Hope. Siglo
XVIII, jueves el dieciséis de 1790, cuando el navío enfila hacia las islas
Falkland, en el Pacífico sur, en un periplo que atravesando el Cabo de Hornos los
llevará hasta la China y de retorno a Boston habiendo rodeado el globo. O Gide
en dos versiones: Las cuevas del Vaticano
y Viaje al Congo.
Pierdo el tiempo,
me repito, odiando la permanente de Evo Morales (no se le mueve un pelo),
escuchando al ignorante Maduro, al insensato Cabello: Al menos me libré de la
Kirchner, que pegaría el grito por lo de “Falkland”. Contra ellos me protejo,
en la multitud de estas páginas. Lo hice contra Bush y los milicos, lo hago
contra “el Evo”. Un libro es un vade retro que aleja estas alimañas si no las
mata.
28/12/15
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Publicado en EL DÍA (Santa Cruz de la Sierra), 29/12/2015
Un libro es un vade retro... Eso está muy bien. Comparto tu valoración del caos libresco, querido amigo. Muy buen texto. Abrazos fraternos.
ReplyDeleteAbrazos, Jorge, y piensa en ese encuentro de San Fabián. Sería soberbio.
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