Releyendo Diario secreto, de Claudio Ferrufino-Coqueugniot, repito exactamente lo que escribí cuando ganó el Premio Nacional de Novela. Le puse estas líneas, y como digo, no cambio una sola coma.
Dudo que en lo que me quede de existencia, llegue a gustarme, o pueda asimilar en algún momento con cierto buen grado el lenguaje duro, incendiario y despiadado. Menos podría admitirlo si se lo explotara para simplemente recrear algo sin mayor contenido, o, peor aún, sin él. En mi experiencia como lector, es corriente tropezar en la actualidad con escritores especialmente jóvenes que ante la desesperante escasez de recursos exploten tal lenguaje para suplir un mínimo de repertorio léxico; y como bandera, además, para concebir tramas supuestamente muy creativas que, en rigor, y sin ánimo petulante ni destructivo –créase-, no pueden ser leídas más allá del título que llevan. En nuestro país, y en otros, infelizmente, hay varios de ellos, cuya identidad prefiero guardar para no caer en falta, ya que un auténtico ilusionista de las letras podría salir en su defensa exponiendo argumentos, tanto de semántica cuanto de enjundia literaria, que podrían echar por tierra todo comentario mío al respecto.
Pero lo bueno de todo es que todo es relativo, y a cada cual con sus gustos. Y ahí me ubico. Y por eso, si siempre estaré imbuido de rechazo hacia ese atrevido recurso lingüístico cuando se vea expresado en su forma sólo procaz , no puedo menos que admitir con entusiasmo y complacencia que ese expediente sí cobra fuerza, y vale, cuando va profundamente ligado a una no menos honda y cimera urdimbre literaria como la que se va tejiendo desde la primera hasta la última página de Diario secreto, en cuyo recorrido, a partir de ese tecnicismo desgarrado, uno se topa con todo suerte de vivencias: brutales, amables, sobrecogedoras, tristes, miserables, descarnadas (todas dramáticamente reales, incluso las amables). Y ellas, no importa cuántas (al final son innumerables), trascienden esencialmente incluso más allá de su propia sustancia, tal vez como una redundancia emparentada a la magia en su sentido más fabuloso; y entonces ya expuesto y definido el estilo, y de habérsele abierto las puertas, aquellas se unen estrechamente para configurar lazo a lazo, voz a voz, en sintaxis ni regular ni figurada, sino muy privativa a la vez que fértil, una gran tragedia existencial relatada con el pulcro arte de mano escogida.
Pero lo bueno de todo es que todo es relativo, y a cada cual con sus gustos. Y ahí me ubico. Y por eso, si siempre estaré imbuido de rechazo hacia ese atrevido recurso lingüístico cuando se vea expresado en su forma sólo procaz , no puedo menos que admitir con entusiasmo y complacencia que ese expediente sí cobra fuerza, y vale, cuando va profundamente ligado a una no menos honda y cimera urdimbre literaria como la que se va tejiendo desde la primera hasta la última página de Diario secreto, en cuyo recorrido, a partir de ese tecnicismo desgarrado, uno se topa con todo suerte de vivencias: brutales, amables, sobrecogedoras, tristes, miserables, descarnadas (todas dramáticamente reales, incluso las amables). Y ellas, no importa cuántas (al final son innumerables), trascienden esencialmente incluso más allá de su propia sustancia, tal vez como una redundancia emparentada a la magia en su sentido más fabuloso; y entonces ya expuesto y definido el estilo, y de habérsele abierto las puertas, aquellas se unen estrechamente para configurar lazo a lazo, voz a voz, en sintaxis ni regular ni figurada, sino muy privativa a la vez que fértil, una gran tragedia existencial relatada con el pulcro arte de mano escogida.
12/2015
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Foto: Pablo Mendieta Paz
No imagino un análisis mejor, más acertado, más libre, respecto a la obra de Claudio Ferrufino-Coqueugniot y a la literatura misma. Es un gran orgullo ser amigo de ambos. Un fuerte abrazo.
ReplyDeleteY tuyo, querido Jorge. Abrazos.
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